El «¿y si?» de 1989
Desde hace semanas, la escena se retransmite en las pantallas de televisión de todo el mundo, como si los acontecimientos fuesen noticia de última hora: berlineses felices bailando encima del infame Muro, derribado hace 20 años, el 9 de noviembre de 1989. «Die Mauer ist ... Weck», gritaba la gente, levantando el puño en el aire ante las cámaras en la Puerta de Brandemburgo. «¡El muro ha desaparecido!».
Sin duda, ésta es una de las imágenes representativas del siglo XX. Para los estadounidenses, en especial, era el emblema totémico de la victoria en la Guerra Fría. Pero, para quien estuvo allí aquella noche, como estaba yo, trabajando de corresponsal para «Newsweek», el momento es más ambiguo, sobre todo con la perspectiva que dan dos décadas. Dicho de manera sencilla, la historia podría haber sido muy distinta, y estuvo a punto de serlo.
Egon Krenz, el jefe comunista de la República Democrática Alemana, lo llamó una «metedura de pata». Estaba saboreando un raro momento de triunfo cuando el portavoz de su partido se le presentó a media tarde del 9 de noviembre. «¿Algo que anunciar?», preguntó inocentemente Günter Schabowski. Krenz dudó, y pasó una nota. Era para anunciar una gran iniciativa que sólo unas horas antes había obligado al Parlamento a aprobar, y que la inquieta población del país llevaba semanas reclamando en las calles: el derecho a viajar. Krenz tenía intención de concederles ese derecho, pero no hasta el día siguiente.
Estrictamente hablando, el Muro no habría caído. Habría sido abierto, no asaltado. Lo habrían hecho los comunistas, no el pueblo. El cambio podría haberse producido a través de una evolución, no de una revolución. ¿Habrían sido Krenz y los reformadores comunistas que se habían hecho con el poder sólo unas semanas antes capaces de canalizar el descontento popular, o incluso neutralizarlo?
El juego del «¿y si?» podría prolongarse. Sin el drama de esa noche, con todas sus imágenes inspiradoras, ¿se habría producido una semana después la Revolución de Terciopelo en Praga? ¿Habrían reunido los rumanos la valentía para levantarse contra Nicolae Ceausescu un mes después? Las fichas de dominó de Europa del Este podrían haber caído de manera distinta. Y algunas podrían no haber caído en absoluto.
Cuarenta y ocho horas después de que los primeros alemanes se subieran encima del Muro, pasé una noche heladora con miles de berlineses occidentales en la encharcada Potzdammer Platz, en el viejo corazón del Berlín de preguerra.
El montículo del búnker de Hitler se curvaba suavemente bajo la tierra, a la distancia aproximada de un campo de fútbol. Una cuadrilla de obreros de Alemania del Este abría un nuevo paso en el Muro, avanzando a duras penas. Una grúa gigantesca se esforzaba por levantar una losa de tres metros y medio de alto, tirando de ella hacia delante y hacia atrás como un dinosaurio que masticara a su presa. Al fin, la losa cedió y se elevó por encima de las multitudes, retorciéndose lentamente, como si pendiera de una horca.
Los focos de la televisión iluminaban su superficie rota, garabateada con pintadas. Todos los conflictos no resueltos de Europa estaban en ese trozo de hormigón pintado: una esvástica neonazi, rostros surrealistas de los europeos muertos en la guerra, el Holocausto y las purgas de la policía secreta. Lo que más destacaba era una palabra: «Freiheit». Libertad.
¿Por qué esto y no aquello? La respuesta parece estar en esas incontables decisiones individuales tomadas en momentos clave, los accidentes del desbarajuste humano, como la «metedura de pata» de Schabowski, tan pequeña y tan comprensible, pero tan trascendental. Entre ellas estaban también las decisiones tomadas por los valientes manifestantes. Los que bailaron sobre el Muro, hace 20 años, tomaron su decisión.
© Newsweek
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