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Y se perdió en la noche

Había ido abrazando, con lenta reverencia, a cada uno de sus amigos. Y se perdió en la noche

Gabriel Albiac

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Viajé después. Hui. De los recuerdos. Eso hace un hombre cuando dice que «viaja»: planificar fingidas fugas donde alzar los palacios del olvido. Mas, como enseña Platón, nada se olvida. Y, en los áridos dominios de la Reina de las Nieves, allá donde, en fragmentos asombrosos, los glaciares vienen a perderse en el mar que devora todo, aquella última conversación nuestra retornaba. «Última» es la palabra más grave. Cuando es, de verdad, última. Él sabía que lo era, aquella noche de un mes antes, en su mínimo apartamento de profesor recién jubilado en el barrio de las Ventas madrileño: libros y música, es todo. Todo lo que es imprescindible a un hombre: un sobrio jardín de Epicuro.

No cedimos aquella noche a su exquisita preferencia por la música española del siglo XVI. Habíamos buscado algo más leve, menos intemporal; algo que no trajese ante nosotros las teológicas evocaciones de un Morales, de un Guerrero, de un Victoria. Habíamos escuchado, primero, al Bob Dylan menos pretencioso: el de las bien medidas versiones de Sinatra. Habíamos ido hablando, al azar, de la bella miniatura que son las anotaciones de Walter Benjamin sobre su Berlín infantil de inicio del siglo XX. Nada que pudiera sonar solemne. Sobre todo. Nada.

Triplicate había terminado. No estoy seguro de si fue él o si fui yo quien cometió el error entonces. Pero, de pronto, los Fragmentos de una estación lluviosa de John Cale estaban sonando, estaba sonando, en ellos, la contenida versión del elegíaco reproche que un Dylan Thomas ya sin esperanza dirige a su padre agonizante: «No, no entres dócilmente en esa noche silenciosa». Con la sosegada certeza de estar hablando de sí mismo, Fernando López Laso derivó, de inmediato, el desgarrado poema hacia la serenidad sabia del Lucrecio que siempre estuvo entre sus libros más cercanos: «Nada es la muerte y en nada nos afecta». Nos perdimos los dos luego -mentiría si no digo que pesarosos- en la melancólica evocación del gran Epicuro, el único maestro al cual puede abrazar sin cautela un hombre libre: «Y cuando nos alcance la inevitable muerte, abandonaremos la vida entonando un hermoso peán que proclame cuán noblemente hemos vivido». Cuán libremente.

Sólo una vez más volví a verle. No hubo Lucrecio, ni Benjamin, ni Epicuro. Tampoco Dylan Thomas. Era la noche de las últimas carcajadas con los amigos. De las últimas copas en el mismo bar de los últimos veinticinco años: estoy seguro de que el maestro de Samos hubiera sabido que aquellas risas eran el peán de una vida noble, la del filósofo que Fernando López Laso quiso ser. Siempre. En todo. Cuando se introdujo en el último taxi, pasada ya la medianoche, ni su tenaz sonrisa ni el tercer comprimido de morfina pudieron borrar del todo el pliegue desprevenido del dolor en su rostro. Había ido abrazando, con lenta reverencia, a cada uno de sus amigos. Y se perdió en la noche. Silenciosa.

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