La Tercera
Por un Museo de la Historia de España
«La construcción de un museo de nuestra historia tiene que ser lo más inclusivo posible, esto es, no se puede hacer contra nadie. Debería contar con el máximo respaldo de los partidos políticos y de la sociedad. Debería dejarse en manos de profesionales, evitando una posible y nefasta colonización por parte de los partidos. Debería también ser parte de un proyecto de historia pública más amplio, que incluya tanto a otros museos y monumentos como la musealización de espacios incómodos, como es el caso del Valle de los Caídos»
Octavio Ruiz-Manjón | Antonio Cazorla Sánchez
La noticia en principio es buena, incluso muy buena. El Partido Popular, por boca de su presidente, ha propuesto la creación de un museo nacional de Historia de España. Al mismo tiempo, de forma marginal pero, a la postre, fundamental, ha asumido la necesidad de ... que el Estado siga financiando la exhumación de los restos de las miles de víctimas de nuestra guerra civil que aún yacen en fosas comunes.
Hay que celebrar que, por primera vez desde la restauración de la democracia, el centro-derecha español haya sentido la necesidad de educar a la población sobre nuestro pasado mediante un programa de historia pública. En este caso, con un museo.
En este sentido, la situación actual en España tiene algo de anacrónica, y hasta de paradójica. El único museo nacional de historia que existe en nuestro país está en Cataluña. Fue creado en 1996 y su contenido responde al horizonte mental del nacionalismo catalán.
Por el contrario, como podrá comprobar cualquier visitante a la capital de España, en Madrid no hay museos de historia propiamente dichos salvo el Municipal, que no solo tiene un ámbito local, sino que, además, apenas cubre el siglo XIX y prácticamente se desvanece al llegar al siglo XX. El resultado es que, como han advertido muchos especialistas en el tema, hay un enorme vacío de historia pública de España que se ha hecho más evidente en los últimos años.
Esta situación, este vacío de historia pública, contrasta con la de otros países europeos. Pongamos el caso de Alemania, ejemplo de cómo hacer bien las cosas. Berlín es hoy, sin duda, la capital mundial de los museos, y en especial de los de historia. Por poner algunos ejemplos, existe un Museo de Historia alemana (ahora en un profundo proceso de renovación), que convive junto a otros museos más específicos pero no menos brillantes, como el Museo Judío, el Museo de la Resistencia alemana al nazismo, el Museo de la Stasi (policía política comunista) o el de la Topografía del Terror (que ocupa los terrenos en los que se asentaron la Gestapo y las SS).
Lo que destaca de estos museos es que son nacionales, no solo en la intención y alcance de su labor divulgativa, sino en su intención de integrar la memoria colectiva alemana sobre bases democráticas y humanistas y, por ello, antitotalitarias. Son por ello museos basados tanto en el consenso social y político, del que participan la gran mayoría de los partidos de aquel país, como en su intención de educar a la población del país sobre el pasado -magnífico, bueno, malo, o mucho peor- de Alemania.
El consenso democrático es pues un pilar clave para construir un proyecto de historia pública que tenga éxito. También parece fundamental que, en el caso concreto de un museo nacional de historia de un país, este conviva con otros proyectos de museos históricos más específicos, incluyendo aquellos que tratan aspectos más incómodos del pasado, como es el caso de la violencia política.
Por eso mismo provoca una cierta inquietud el contexto y el tono del lanzamiento de la propuesta de un museo nacional que ahora nos ocupa. Pues mientras que está muy bien que interese el uso de la historia para educar, no parece que sea la mejor idea hacerlo de forma antagónica a las partidas destinadas a financiar la ‘memoria histórica’ y, según se ha dicho, sus chiringuitos.
Pese a que todo en el fenómeno de la ‘memoria histórica’ sea debatible, tampoco se le puede denostar de forma frontal. Los historiadores sabemos que este deseo responde tanto a un cambio de paradigma en la concepción del pasado, centrado más en las víctimas que en la ideología, como a una dejación de funciones del Estado que a finales de los años noventa del pasado siglo se convirtió en muy irritante para amplios colectivos sociales.
Por desgracia, este movimiento se identificó exclusivamente con la izquierda pero esto se debió, en parte, a la incapacidad de algunos sectores conservadores para asumir lo mucho de auténtico y humano de este movimiento. De lo que se trataría ahora es de integrar esta realidad en nuestra democracia y no de negarla y hacer como si no existiera, como por desgracia ocurrió en algunas situaciones anteriores.
En este sentido, hay que reconocer el compromiso de Pablo Casado para seguir financiando las exhumaciones. En todo caso, es indudable que los políticos, o casi todos, tienen su propio lenguaje y modos, y que se expresan en público de una manera pero que, a la hora de la verdad y en privado, actúan de forma más contenida. Por ello si lo que de verdad queremos, y los autores de este artículo muy sinceramente deseamos, es iniciar una nueva etapa en la relación de la sociedad española con nuestro pasado, con todas sus muchísimas luces y sombras -como ocurre en todos los grandes países europeos- deberíamos buscar cuanto antes un foro de reflexión, inclusivo, lo más profesionalizado posible y con un mandato para hacer propuestas realistas, para ver cómo vamos a hacerlo.
La construcción de un museo de nuestra historia tiene que ser lo más inclusivo posible, esto es, no se puede hacer contra nadie. Debería contar con el máximo respaldo de los partidos políticos y de la sociedad. Debería dejarse en manos de profesionales, evitando una posible y nefasta colonización por parte de los partidos.
Debería también ser parte de un proyecto de historia pública más amplio que incluya tanto a otros museos y monumentos como la musealización de espacios incómodos, como es el caso del Valle de los Caídos.
No es una quimera. Los españoles hemos demostrado en los últimos cincuenta años que podemos hacer las cosas muy bien, y ser justamente admirados por ello. La base de este éxito es bien conocida: aprender de nuestros errores y de los de otros, librarnos de nuestros complejos históricos, y actuar de forma patriótica y generosa.
Esas fueron las bases de nuestro famoso consenso, hoy denostado por muchos que no entienden que pueden decir lo que dicen porque otros actuamos como liberales, esa hermosa palabra española cuya raíz quiere decir generosidad. Ojalá que se haga ese museo de historia de España, y que nos cuente un pasado en el que la mayoría de los españoles podamos reconocernos y sentirnos orgullosos de lo que hemos conseguido.
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Octavio Ruiz-Manjón y Antonio Cazorla Sánchez son miembros de número de la Real Academia de la Historia y catedrático de Historia de la Trent University (Toronto, Canadá), respectivamente
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