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Máquina del tiempo

Y allí, oculta tras el bullicio, se atestigua la grandeza de España

Monasterio de las Descalzas JAIME GARCÍA
Luis Ventoso

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La economía palpita (o eso parece). En el puente no se cabe por algunas calles de Madrid. A lo lejos, Preciados discurre como un río de cabecitas apretujadas. La multitud avanza morosamente, a pesar de las chapuzas de ingeniería social de Doña Manuela , que como buena comunista-chic aspira a regular hasta el paso de los peatones.

Pero en una calle trasera, previo pago de seis euros en las taquillas de Patrimonio Nacional, es posible subirse a la máquina del tiempo, escapar del enjambre comercial, aterrizar en otro planeta, calmo e insólito. El edificio del monasterio de las Descalzas Reales , de mediados del XVI, puede pasar desapercibido. En su costado, un muro romo, sin gracia. En el frente, una fachada plateresca de cierto mérito, pero nada apabullante. Pero, ay, en cuando se surca el umbral... En los cincuenta minutos que dura la visita queda patente la grandeza de un país. Y –¡oh sorpresa!– ese país se llama España.

En el convento de clausura, sito justo tras la plaza de Callao , oran y viven todavía hoy una docena larga de invisibles monjas franciscanas, con su huerto amplio y secreto que las provee de viandas. El edificio fue primero palacio de reyes castellanos. En 1559, Juana de Austria, una de las mujeres más interesantes de nuestra historia –aunque en esta frívola y desmemoriada España nadie le haga ni caso– lo convirtió en monasterio. Tras enviudar de un príncipe portugués tuberculoso, con solo 19 años se retiró a pasar sus días entre las paredes gélidas y sólidas donde había nacido en 1535. Juana, hija del emperador Carlos I, fue nieta, vástago, madre y hermana de reyes. Sus retratos en el monasterio muestran un rostro estilizado de mirada inteligente. Durante un lustro ejerció como regente, mientras su hermano Felipe II andaba en sus empresas maritales inglesas con María Tudor. Juana dio muestra de fino juicio como gobernante.

En la visita al monasterio vi a un guiri con la boca literalmente abierta ante los frescos que engalanan la imponente escalera de acceso. Como tesoros sigilosos aguardan cuadros de Zurbarán, Luca Giordano, Brueghel, un Tiziano recién restaurado… E increíbles esculturas piadosas de maestros barrocos como Pedro de Mena. O nueve de los asombrosos tapices tejidos en Bruselas sobre cartones de Rubens. Y hay más: crucifijos mexicanos tallados en exótico marfil, cuadros que evocan las gestas españolas por medio mundo, cálices de orfebrería sutilísima, celosías y puertas de forja que son arte. Un legado que solo puede poseer un tipo de país muy especial, uno que fue universal y cosmopolita, al que nada le era ajeno y que marcaba el paso del orbe. Un país viejo y exitoso –también hoy–, cuya existencia niegan ahora cuatro gañanes ofuscados en una palurda fijación xenófoba. Lástima que no nos miremos más en espejos como las Descalzas Reales. Y duele que no haya allí ni un recuerdo para el más excelso de nuestros músicos, Tomás Luis de Victoria , capellán de Juana de Austria y organista en el monasterio. Sus restos yacen en el solar. Pero nadie se ha molestado en buscar la tumba de un genio que si fuese inglés o alemán abriría libros escolares. España. Cañas, fúrbol y amnesia.

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