Luis del Val - Enfoque

La ley del olvido histórico

Exhumación de los restos de Franco

Luis del Val

A las 48 horas de la exhumación de uno de los protagonistas más conocidos de la historia de España durante el siglo XX apenas había alguna leve referencia en los medios de comunicación. Puede que la posteridad se resuma en una estatua sobre la que ... se cagan las palomas, aunque hay entusiastas partidarios de derribar estatuas y cambiar nombres de calles con objeto de hacer justicia a la posteridad, pero la posteridad no suele enterarse y deja tras de sí el peor tributo, que es el olvido. Olvido de lo bueno y lo malo, dilución de los recuerdos en un magma confuso que concluye cuando llega la losa definitiva, ese mármol de indiferencia sin recuerdos.

Si alguien incluyó el acto con la intención de animar la campaña electoral, observen que a lo que se llegó a calificar como un día histórico le va a suceder lo mismo que a los sueldos escasos: no va a llegar a fin de mes.

Viví bajo la dictadura durante treinta años. Mi primer recuerdo del exhumado fue un rostro redondeado que venía en los sellos que pegaban mis padres en las cartas. Después, cuando el dinero se convirtió en algo concreto, la misma efigie en las monedas de peseta. Fue pasada la adolescencia cuando me llamó la atención leer en las monedas de cinco pesetas una leyenda que me dejó perplejo: «Caudillo de España por la gracia de Dios». Nada menos. Aquel joven lector, que había estado en la OJE y que luego tuvo vocación de convertirse en un izquierdista de provecho, viajó a París enseguida y leyó otra palabra, grève, huelga, que le sonó a revolución. Luego correríamos delante de los grises, como recordó en un libro Antonio Pérez Henares, y en 1974 nos enteraríamos de la presentación en París de la Junta Democrática. Era el mismo año en que el FC Barcelona, en un acto de torpe servilismo, le concedió la tercera medalla a Franco, que los recibió en El Pardo.

Puede que creyéramos que luchábamos contra la dictadura por pasar por la aduana unos ejemplares de «Ruedo Ibérico», o por recibir un par de porrazos, pero Franco se murió en la cama, de viejo, y como todo ser humano tuvo sus sombras, terribles, y, también, sus luces. Entre las primeras, las repugnantes represalias de los primeros años de la posguerra; entre las segundas, la creación de un sistema de sanidad y Seguridad Social que hoy pervive, y la creación de una amplia clase media, que hizo posible la Transición.

Desde luego, que estuviera en el Valle de los Caídos una persona que había muerto anciano, en su cama, era un contrasentido. Y que el Tribunal Supremo y el Gobierno, en una sospechosa separación de poderes, decidieran dónde se debía enterrar el cadáver, al margen de la familia, una torpeza.

Esta semana, cuando contemplé las imágenes del traslado, no tuve ningún momento proustiano, ni sufrí la tentación de ir a la busca de tiempo perdido. Más bien noté que la exhumación parecía convertirse en la parodia de una resurrección efímera, porque a las 72 horas se impuso esa ley del olvido histórico que rebaja cualquier vanidad, aunque los vanidosos, tal como podemos comprobar en sus discursos y en sus rostros, no se vean afectados.

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