Historia de dos ciudades
La ministra de Igualdad aseguraba que nuestro sistema económico era «incompatible con la vida» mientras veía a los talibanes entrar a Kabul
Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos. La edad de los derechos y también del populismo; la época de la libertad y la de los grilletes; la era de la prosperidad y de la precariedad; la primavera anticapitalista y el ... invierno del ‘default’. Todo lo poseíamos, pero nada valorábamos; íbamos directamente al progreso y nos perdíamos en la demagogia inversa. La que por entonces actuaba como ministra de Igualdad aseguraba sin rubor que nuestro sistema económico y nuestro mercado laboral eran «incompatibles con la vida» mientras veía a los talibanes entrar a Kabul en una tarde de agosto con calima, fusilando a mujeres y vendiendo niñas, y lo observaba desde una piscina privada de Madrid, una piscina de un sistema «incompatible con la vida». Y se sentía entonces algo culpable por la placidez del infierno propio, por el confort supremo del Hades capitalista que intentaba derribar, y caía en la cuenta súbitamente de lo que era en realidad un sistema «incompatible con la vida», incompatible de modo literal y no hiperbólico, y se sentía un poquito facha, con motas de suciedad adheridas a la pureza de su ideología de chichinabo, a la vez agradecida por vivir en un sistema corrupto y podrido -tanto como para que su partido pudiera haber llegado a gobernar un país- pero consternada por desear desde lo más profundo de su corazón el advenimiento de un Bush Jr. Jr. que gritara un sí a la guerra, un sí rotundo y sangriento que se oyera de Wisconsin a Galapagar, y desatara la furia de una guerra relámpago sin resoluciones de Naciones Unidas ni nada, un latigazo ultraconservador y masculino que matara solo a los malos e hiciera llegar este capitalismo podrido al último rincón de Afganistán, que llevara los mercados salvajes a cada pueblo y se pudieran cantar en un orfeón feminista unas nanas neoliberales a la democracia imperfecta, una égloga pastoril a la separación de poderes. Y se vio entonces como una Galatea atea, como Marianne guiando al pueblo árabe desde el polvo y la pólvora del horror afgano a un sistema «incompatible con la vida» que, de repente, percibió más vida y menos incompatible. Y se sentía socialdemócrata, tibia y un poquito reformista, buena en el mal sentido de la palabra buena, y renovó entonces sus votos por el tiempo libre, por los horarios flexibles, por la sororidad, por la custodia de las mascotas en procesos de rupturas y hasta dio gracias a Dios por ser atea de la rama católica, que es mucho más seguro que en la rama talibán. Y pensó si liberar a la mujer musulmana no implicaba acaso pensar en ella como en una menor de edad. Y cuando se dio cuenta estaba en medio de un ‘manspreading’ conceptual y se acordó de Dickens y París se tornó en Madrid y Londres en Kabul. Y vio que era un siglo tan diferente del nuestro que, en opinión de autoridades muy respetables -entre las cuales no se encontraba-, solo se podía hablar de él en grado superlativo, tanto para bien como para mal.
Sobre todo, para mal.