Iceta el profeta
Solo puede subsistir una comunidad política allí donde hay amistad entre sus miembros
Causaron gran alboroto unas declaraciones de Miguel Iceta en las admitía que «si el 65% de los ciudadanos [catalanes] quiere la independencia, la democracia debe encontrar un mecanismo para habilitarla». Para lo que reclamaba al separatismo catalán un poco de paciencia, tal vez diez o ... quince años, «hasta que haya un cambio de mentalidad en la opinión pública española» que permita los cambios necesarios en la Constitución. A Iceta se le puede tachar de bocazas, por atreverse a proclamar en los terrados lo que otros dicen al oído. Pero sus palabras, aunque bellacas, son proféticas.
Son proféticas porque, si nada cambia, en un plazo breve de tiempo una mayoría abrumadora de catalanes querrá la «autodeterminación». La mentalidad liberal ha modelado personas que a cada momento se autodeterminan e imponen su voluntad, sin importarles los perjuicios para los demás (pensemos en el divorcio, el aborto o el cambio de sexo). Y esta misma mentalidad liberal ha instilado en los pueblos el virus anticomunitario. Tal deriva no se corregirá, como piensan los ilusos, quitando a la Generalitat las competencias educativas, o fiscalizando los contenidos de la televisión catalana. Esta deriva sólo se podrá corregir el día en que todos los españoles (y no sólo los catalanes) renieguen de la idea infausta de que tienen libertad absoluta para construir su biografía, sin otros límites que su propia voluntad. O sea, cuando vuelvan a aceptar que existe un «orden del ser» que no está sometido al «devenir».
También son proféticas las palabras de Iceta cuando auguran un «cambio de mentalidad» en la sociedad española que permita reformar la Constitución. Lo cierto es que la Constitución ha amparado siempre los «cambios de mentalidad», sin necesidad siquiera de ser reformada. Así ha ocurrido, por ejemplo, en cuestiones como el aborto o el matrimonio. Los ilusos piensan que la unidad de España está protegida por el procedimiento reforzado de reforma constitucional del artículo 168 (que, a su vez, puede ser reformado mañana mismo por el procedimiento simple). Pero ni siquiera haría falta una reforma, bastaría con una «mutación», que -en palabras de Herrero de Miñón- «permitiría conservar los textos constitucionales pero adaptando la interpretación de ellos a los tiempos actuales, mediante un acuerdo alcanzado entre los partidos políticos que luego se desarrollaría normativamente». Pues la Constitución, en contra de lo que afirman sus idólatras, es tan ambigua y nihilista que puede admitir una cosa y la contraria, dependiendo de las fuerzas que estén detrás del poder político.
Pero imaginemos que las fuerzas que, dentro de diez o quince años, estén detrás del poder político no vayan a permitir ese «cambio de mentalidad». Aunque han probado tener unas tragaderas dignas de Linda Lovelace ante todos los «cambios de mentalidad», a tales fuerzas podría convenirles no transigir en esta cuestión, para mantener engañados a sus adeptos. Pero si a la vez se siguen modelando voluntades que se «autodeterminan» y la Constitución impide o dificulta el «devenir» que tales voluntades anhelan, España se convertirá en un infierno inhabitable. Pues, como nos enseña Aristóteles, sólo puede subsistir una comunidad política allí donde hay amistad entre sus miembros, concordancia de pareceres y justicia política.
Y, para que eso ocurra, los españoles tienen que renegar de conceptos corrosivos y abrazar el orden del ser, volviendo a reconocerse en la realidad tradicional de España. Si no es así, Cataluña se independizará, más pronto que tarde. Y si lo hace más tarde que pronto será a costa de envenenarse de odio. Como el resto de España.