¿Un diálogo entre Reyes...?
JUSTO es reconocerlo: la operación rescate ha sido perfecta. Porque no me cabía duda de este resultado, lamenté, apenas producida la crisis del Perejil, la ausencia de una reacción inmediata por parte del Gobierno. Creyó este -creyó Aznar, creyó Rajoy, creyó la señora Palacio- que ... convenía anteponer una gestión diplomática: contar con el respaldo de la Unión Europea, de la OTAN... ¿de Bush?, para, tras el compás de espera que ello requería, responder al reto de Mohamed VI de forma contundente. Se ha hecho así, y la ajustadísima acción militar ha sido un ejemplo de precisión, de limpieza, de eficacia. Conforme yo sugerí, los okupas, equiparados a los «indocumentados» que de continuo arrojan las pateras mafiosas sobre nuestras costas, han sido devueltos, educadamente, a su punto de procedencia. Es de justicia -insisto: no me duelen prendas-, felicitar al presidente Aznar por su determinación y por el éxito de la «limpieza». De no haber procedido de esta forma -aunque con cuatro días de retraso-, el «pulso» de los marroquíes habría traído males mayores: mayores provocaciones, intentonas más atrevidas.
En mi artículo del pasado día 14, hablaba yo de agresión a la soberanía nacional. Ciertamente, el estatus de la isla de Perejil, quebrantado por Rabat, definía al islote como enclave neutro, al margen de la soberanía de uno y otro país -España y Marruecos-, ambos con razones para reclamarla: un peñasco próximo a la costa magrebí, y situado fuera del perímetro de Ceuta; pero, a su vez, en situación estratégica respecto a ésta -tal como se consideró en los siglos XVI y XVII, y tan evidente que el pretexto utilizado por los marroquíes para ocuparlo fue la necesidad de vigilar, desde él, el tráfico ilegal dirigido a Ceuta-. Ahora bien, al quebrantar el statu quo convenido enarbolando una declaración de soberanía, automáticamente daba razones el Gobierno de Rabat al de Madrid para que éste, a su vez, entendiese violada su soberanía sobre el islote: soberanía que en 1912 había quedado subsumida en el Protectorado, pero que, desaparecido éste, sólo quedaría neutralizada, al par que la pretensión del Reino alauí, mediante el acomodo estatutario. De aquí que yo equiparase el acto unilateral e inamistoso realizado por Marruecos, al que hubiera supuesto un desembarco en Garrucha, por mencionar un punto entrañablemente español, en la costa almeriense.
La señora Palacio ha sugerido la posibilidad de un acuerdo sobre la base de compartir ambos gobiernos, desde la isla de Perejil, la vigilancia que requiere la supresión de la inmigración clandestina: sería algo así como un ejercicio de cosoberanía, o de soberanía compartida. Puede ser esa una fórmula abierta al diálogo - y ya señalé que no hay que confundir diálogo con trifulca, según la versión marroquí-. Me voy a permitir insinuar una vía para dar forma a ese diálogo necesario.
Ante todo, urge algo que, acertadamente, acaba de reclamar Carlos Herrera en un excelente artículo titulado Ahora, el Rey (ABC, 19 de julio): la presencia de Don Juan Carlos en Ceuta y en Melilla. «Siempre que ha surgido el argumento de la visita del Jefe del Estado a los territorios del Norte de África no han faltado voces que han argumentado que el mejor favor que podía hacerle el Rey a los españoles de ambas ciudades es no visitarles -escribe Herrera-: han sido las voces que han venido manteniendo el, a veces, demasiado escrupuloso trato que han deparado a la monarquía marroquí». De acuerdo completamente. Hace cinco años, en 1997, cuando se cumplía el quinto centenario de la incorporación de Melilla a la Corona de Castilla, lamenté, ante el señor Aznar, que ni él ni, sobre todo, el Rey, hubieran hecho acto de presencia, respondiendo a la ocasión, en territorio tan español -comunidad autónoma de nuestro Estado- como Navarra o Andalucía. El señor Aznar me aseguró que, aunque de momento no parecía oportuno (!!) tanto Su Majestad como él mismo visitarían, en breve, la ciudad. Todavía los están esperando. Y ahora no cabe duda de que la presencia frecuente del Monarca español -que lo está deseando- en nuestras plazas de soberanía, contribuiría eficazmente a disipar ciertas tentaciones de «nuestro amigo» Mohamed VI. Pero no basta con eso.
Don Juan Carlos ha probado, repetidamente, sus notables dotes para asumir funciones de alta diplomacia. Todavía siendo Príncipe, y valiéndose de sus relaciones de amistad con Hassán II, evitó que la «marcha verde» degenerase en guerra abierta. A la muerte de Hassán, su visita de condolencia a Mohamed VI propició un vínculo muy significativo entre los dos Monarcas: de «hermano menor» de Hassán, como se declaró sagazmente, pasó a atribuirse el lugar de «hermano mayor» de Mohamed VI. De algo ha de servir -digo yo- esa peculiar fraternidad. Sabido es que Hassán II entendía la relación entre Estados monárquicos a nivel de Reyes. Pues bien, una vez restablecida la normalidad diplomática que rompió Rabat, ¿no sería aconsejable un diálogo entre Rey y Rey: entre el hermano mayor y el menor? Aparte afianzar la amistad necesaria a ambos países, resultaría muy provechosa la relación directa de un Rey democrático (más aún: un Rey que ha sabido garantizar la democracia en su país) con un Rey teocrático, que todavía no ha comprendido que la permanencia de su trono depende de lo que pueda aprender de su hermano mayor.
Porque no deberíamos olvidar que el afianzamiento de la Monarquía alauí, mediante una evolución interna a medida de los tiempos, supone un seguro para nuestro propio futuro. La alternativa de un desbordamiento revolucionario, de signo fundamentalista, en modo alguno sería deseable para la paz de España. Para la paz de ambos reinos.
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