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EL BARÇA Y YO

COMO el que dice, yo me he criado en aquella grada norte. Era la entrada más barata, pero permitía ver el juego desde una opción casi cósmica; es más, cuando este era tedioso podías apoyarte en aquél barandal y ver la Barcelona rutilante de los ... atardeceres, dibujar con la mano el perfil milagroso del Tibidabo, entretenerte en pensar en aquellos cuerpos de barceloneses que reposaban en el cementerio vecino y que podían oír los goles de su equipo o atisbar las luces parpadeantes de la Diagonal en plena hora de regreso. Aquella grada era un rincón del patio de mi casa. Luego, sobre ella construyeron otra, y sobre esa otra, otra más. Mi tío Pablo, el almeriense más elegante que dieron los siglos, me llevó por primera vez a aquél templo y me dejó, tal vez sabiéndolo, a los pies de un sentimiento. Jugaba Fusté, el héroe barcelonés cuyo nombre en los labios del inolvidable Miguel Ángel Valdivieso era un poema inacabado. Y acababa de debutar Sadurní, aquél desmayado y elegante guardameta que suplió a Pesudo y que para mí ha sido incuestionablemente el mejor del mundo. Yo trapaceaba algunos duros para juntar el dinero que costaba aquella entrada de general e iba a extasiarme más tarde con Torres y Gallego, y con Marcial y con Rifé y con un jovencito Charly Reixach. Y era intensamente feliz en el desmayo aquél de los domingos cuando tronaba el estadio en cada arranque de aquella exhalación que llegó del norte y que habría de reescribir nuestras vidas deportivas: Johan Cruyff, que debutó ante el Granada y marcó dos goles y dio otros dos y todos nosotros nos llevamos las manos a la cabeza y nos abrazamos sin conocernos y saltamos gradas abajo a abrazarnos con los que subían del graderío cubierto y nos frotamos los ojos porque acababa de anunciarse el advenimiento del salvador. Nunca más he vuelto a ver ese fútbol. Y luego se fue Montal y llegó un señor que era bajito y que lloraba mucho y que echó a Neeskens, el toro bravo holandés al que idolatrábamos en mi rincón de hormigón. Hacía años que ya me había hecho mayor, pero seguía soñando con los ojos del chiquillo al que le tatuaron dos colores en el pecho y de los que no había manera de soltarse.

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