Los ocho asesinatos de la casa maldita
Es el número 3 de la calle de Antonio Grilo, en Centro: entre 1945 y 1964 se cometieron allí crímenes de todo tipo
Tiene 134 años, tres plantas más piso bajo y ocho asesinatos a sus espaldas. Es el número 3 de la calle de Antonio Grilo, en Malasaña. Se la conoce como la casa maldita, y no es para menos. Entramos en ella el mismo día que se cumplen exactamente 51 años de los terroríficos crímenes del sastre del 3ªD, quien el 1 de mayo de 1962 segó las vidas de su mujer y cinco hijos, cuyos cadáveres exhibió por el balcón al gentío, y luego se quitó la suya propia de un tiro. No sería el único suceso sangriento en ese edificio. En 1945, mataban a un camisero del piso principal, y en 1964 una veinteañera acababa con su bebé.
Sara vive desde hace seis meses en la misma planta de este último crimen, la primera. Cuando se mudó a Antonio Grilo, 3, no tenía ni idea de lo que allí había acontecido. «Hasta que un día, buscando por internet un supermercado cercano, encontré la historia. Y la verdad es que me da un poco de ‘yuyu’», reconoce. La callecita, que nace en la de San Bernardo, costado con costado de la librería Fuentetaja, y acaba en el Mercado de los Mostenses, apenas tiene unos 40 metros y es angosta. Un par de establecimientos chinos, dos cafeterías y algún pequeño negocio más. En medio, la casa maldita.
«La verdad es que ahora es una zona tranquila -asegura Sara-, camino por ella sin preocupación». No ocurría eso durante buena parte del siglo XX. La riquísima hemeroteca de ABC deja constancia de hechos sangrientos en la mayoría de las décadas: accidentes de motocicleta, ajustes de cuentas, suicidios, atropellos de tranvía e incluso un hombre degollado en 1915 justo al lado de la entrada a la casa maldita, lo que son las cosas.
Hay otros sucesos mucho menos cotidianos, como cuando en 1911 «un individuo que vestía capa y gorra» se acercó a dos hermanos, Ildefonso y Nicolás Cortijano, de 10 y 6 años, respectivamente, y atacó al mayor tapándole la cara con un pañuelo empapado en cloroformo. Así fue cómo se hizo con el gabán, las botas y el delantal que llevaba el más pequeño.
También en Antonio Grilo, una mujer en silla de ruedas, lanzó un frasco con vitriolo a la amante de su esposo, al encontrarlos en la cama «en animado coloquio». Sólo le abrasó la ropa. Corría el mes de julio de 1909.
Pero volvamos a 2013 y al número 3 de la calle. Tras abrir la puerta de madera, vieja y probablemente la original, entramos en el vestíbulo del edificio. Una hilera de buzones a la derecha, dos puertecillas pintadas de marrón a la izquierda, para los contadores, y la frialdad del suelo de piedra. El esquelético pasillo nos muestra las entradas a dos viviendas. Tras la primera, a la derecha, es donde el camisero Felipe de la Braña Marcos fue hallado muerto de un golpe en la cabeza, sobre su cama, el 8 de mayo de 1945. Su mano derecha aún agarraba un mechón de pelo del homicida, y eso que llevaba cadáver unos cinco días.
Un bebé muerto en un cajón
El edificio no tiene ascensor. La escalera, de madera, nos lleva a la primera planta. En uno de sus extremos, tras la puerta de entrada, el piso en el que, en abril de 1964, una veinteañera soltera, Pilar Agustín Jimeno, estranguló a su recién nacido, «para ocultar su deshonra». Envolvió el cuerpecito en una toalla y lo metió en el cajón de una cómoda. Hasta que su hermana lo encontró tres días después. Pilar fue acusada de «infanticidio», detalla la crónica de la época.
Dos pisos más arriba está el 3ºD. La mirilla es de las antiguas, grande y redonda, de metal labrado. La ciega un ladrillo. El timbre, también aún de aquella época, no funciona. Silencio. Nuevo intento de llamar. Oímos un carraspeo al otro lado. Picamos la puerta. Se abre. Nos recibe Javier, inquilino del domicilio donde el primero de mayo de hace 51 años el sastre José María Ruiz Martínez, de 48 años y natural de Pedro Martínez (Granada), acabó con su numerosa familia y se pegó un tiro. Fue él mismo quien llamó al 091 avisando de lo que acababa de hacer. «Por su forma de expresarse, el funcionario de servicio dedujo que se trataba de un perturbado», narraba ABC. El policía, al que el parricida se negaba a ofrecer sus señas, alargó la conversación lo suficiente como para localizar la llamada, utilizando la guía de teléfonos. Cuando los agentes llegaron al lugar, desde el mismo punto donde nos encontramos nosotros medio siglo después, entablaron conversación, separados por la puerta del piso, con el «demente»: «Contestó que solamente se la abriría a un padre carmelita, ya que todos los de su familia descansaban felices».
Y así lo hicieron. La Policía marchó hasta el templo nacional de Santa Teresa, recogió al religioso y lo llevó a Antonio Grilo. El padre Celestino habló con el asesino desde un balcón del edificio de enfrente. Los curiosos se contaban por decenas. El sastre vestía un pijama lleno de sangre y no dudó en exhibir los cadáveres mutilados de tres de sus cinco hijos muertos. Luego, mostró la pistola y exclamó: «¡Esto es para mí. Dios no me lo tendrá en cuenta!». Más tarde, desde dentro de la casa, se oyó un tiro. El último.
Dentro, el espectáculo era horrendo. Los policías se encontraron con la esposa muerta en el suelo del dormitorio. A los pies de la cama y metida en su «moisés», una niña de 2 años degollada. En el cuarto de baño, donde se había encerrado para refugiarse, otra hija, de 14 años, yacía con un tiro en la garganta. En otra habitación, sobre la cama, la niña de 12 años muerta, y en otro cuarto, que da a la calle, dos niños, uno de 10 con el cuello cortado, y otro de 5, muerto de un tiro.
Médiums y energías
¿Cómo es vivir en una casa que albergó nada menos que siete cadáveres? «No se escuchan voces ni nada por el estilo», explica Javier, en tono de broma y en plena casa maldita, que ahora, por cierto, está reformando de punta a punta. Sus padres la alquilaron después de los crímenes al dueño de todo el edificio, que en los años 80 lo vendió e hizo una fortuna. «No me da nada de miedo estar aquí. Alguna vez ha venido una médium y ha dicho que siente energías, pero no me lo creo», dice, jocoso. Y eso que la imagen actual de la vivienda, con tanta obra y el papel viejo de las paredes colgando, es aún más tétrica si cabe. «Los propietarios son mis padres y lleva siete u ocho años sin habitarse».
Los 94 metros cuadrados se dividen en un pequeño recibidor, una habitación, la cocina y un pasillo estrecho que distribuye el resto de piezas y que termina en el salón, con vistas a la calle. ¿Un sacerdote que la bendiga al acabar las obras? «No soy creyente».
Esta funcionalidad es sólo para suscriptores
Suscribete
Esta funcionalidad es sólo para suscriptores
Suscribete