Qué cabe esperar de las relaciones España-Marruecos tras el terremoto
Es muy aventurado suponer que Rabat -consciente de que sigue teniendo no sólo el mango de la sartén en su mano, sino también la sartén en su totalidad- vaya a modificar su actitud
Terremoto en Marruecos, en directo: reacciones muertos y heridos, zonas afectadas y última hora
El presidente Pedro Sánchez con Mohamed VI en abril de 2022, en Rabat
Tanto el más básico impulso ético ante una tragedia tan cercana como la sufrida por nuestros vecinos marroquíes como los obligados cálculos de la política exterior llevan a suponer que España será, sin duda, uno de los países más dispuestos a aportar la ayuda humanitaria ... que precisan las víctimas y a expresar su solidaridad con su Gobierno. De hecho, Marruecos ya es uno de nuestros principales receptores de ayuda al desarrollo y España cuenta con un nutrido grupo de organizaciones no gubernamentales muy activas en su territorio. A eso se añade en una circunstancia como la actual el buen hacer de la Unidad Militar de Emergencias, si fuera preciso, y de grupos de bomberos y rescatistas que pueden prestar un valiosísimo servicio en las vitales primeras horas desde el seísmo.
Pero, más allá de esa previsible respuesta humanitaria de primera hora y de algunos posibles nuevos proyectos de ayuda financiados por España para atender las necesidades más perentorias, cabe preguntarse cómo afectará lo ocurrido a las relaciones entre ambos países. Si hacemos caso al discurso oficial de nuestro Gobierno es difícil que las cosas puedan mejorar, por la sencilla razón de que ya estaríamos en plena 'luna de miel' y de que la hoja de ruta trazada tras el cambio de actitud del Gobierno español en marzo de 2022, mostrando su nítido apoyo al plan de autonomía marroquí para el Sahara, ya estaría «siendo un éxito y va a continuar», según nuestro ministro de Exteriores. De ser así, sólo cabría esperar que todo siga básicamente igual, centrados ambos Gobiernos en consolidar el mencionado éxito y en evitar el estallido de nuevas crisis bilaterales.
Por el contrario, si se acepta que la realidad sobre el terreno dista de esa supuesta sintonía plena -sea como consecuencia de los incumplimientos o retrasos marroquíes en compromisos adquiridos o de la meliflua postura española ante ese comportamiento-, la conclusión puede ser muy distinta. Por supuesto, en un caso como éste cabría considerar que, bajo el impacto de una tragedia de grandes dimensiones como la actual, ambos gobiernos podrían aprovechar para eliminar sus respectivas reticencias y diferencias, entendiendo que a ambos les debe interesar racionalmente el bienestar y la seguridad de sus respectivas ciudadanías.
El problema es que cuando se echa mano de casos similares -como las tragedias sísmicas sufridas repetidamente por Turquía y Grecia (la más reciente en febrero de este mismo año)- no cabe apreciar que, al margen de declaraciones y ofrecimientos puntuales de ayuda humanitaria, haya habido ningún cambio de tono para resolver las tensiones estructurales que separan a Ankara y a Atenas. Y, si regresamos al ámbito bilateral, lo mismo cabe decir en relación con lo que ocurrió cuando se produjo el terremoto de Alhucemas, en febrero de 2004. En aquella ocasión también España ofreció alguna ayuda a las víctimas (escasamente atendidas por las instancias gubernamentales marroquíes). Pero de aquello, en un momento en el que las relaciones todavía estaban muy afectadas por la crisis del islote de Perejil (julio de 2002), y apenas un mes antes de los trágicos atentados del 11-M, no se derivó ningún giro sustancial para evitar nuevos estallidos de crisis o para potenciar las complementariedades existentes en beneficio mutuo.
Eso significa, sin negar en absoluto la posibilidad de que en algún momento sirvan tragedias como ésta para provocar saltos cualitativos en las relaciones entre vecinos obligados a entenderse, que, salvo para quienes prefieran moverse en el mundo de las ilusiones y la política ficción, no hay ninguna base mínimamente sólida que permita imaginar un cambio en las posiciones actuales. Unas posiciones que llevan al Gobierno español a pasar por alto cualquier discrepancia, tratando de convencer a propios y ajenos de que todo va bien, como si las aduanas en Ceuta y Melilla ya fueran realidades incontestables, la manipulación de la presión migratoria fuera cosa del pasado o el tema Pegasus hubiera sido totalmente resuelto. Y de poco sirven, para compensar las posibles críticas a esa timorata actitud, insistir, aunque sea cierto, en que las relaciones comerciales van viento en popa y que todo es un proceso que necesita tiempo para desplegar todas sus bondades.
Mientras tanto, es muy aventurado suponer que Marruecos -consciente de que sigue teniendo no sólo el mango de la sartén en su mano, sino también la sartén en su totalidad- vaya a modificar su actitud. Por un lado, siente que el tiempo corre abiertamente a su favor en su pretensión soberanista sobre el Sahara Occidental y está convencido de que ni siquiera un cambio de Gobierno en España provocaría un cambio de rumbo. Por otro, sabe que puede seguir instrumentalizando la desesperación tanto de su propia población como de quienes han llegado a su territorio con ansias de entrar en Europa cada vez que lo necesite. Visto así, pocos son los incentivos que puede tener Rabat para cambiar.
Sea o no así, solo queda compadecerse de las víctimas y desear que sus necesidades sean atendidas cuanto antes.