Estudiantes musulmanes se niegan a mantener un minuto de silencio en París

Son las siete y media de la mañana. Portada firmada por Luz . Un Mahoma que llora. Es el mismo que hace un par de años se llevaba las manos a la cabeza lamentando la estupidez de los suyos: «¿Por qué, por qué todos los que me aman tienen que ser gilipollas?» El de esta mañana, rostro descompuesto y lágrima en ojo izquierdo, exhibe un cartel entre sus manos: «Je suis Charlie» , «Yo soy Charlie». Que subraya un escueto «Todo está perdonado» . Luz declaraba anoche lo insoportable del dolor que acompañó la irrupción de ese dibujo. «Escribí todo está perdonado y me eché a llorar. Me di cuenta entonces de que la puñetera portada estaba hecha». En el interior, una portadas alternativa que quintaesencia el estilo «Charlie». Los dos hermanos yihadistas llegan, tan contentos al cielo prometido. Con estupor reclaman: ¿pero dónde están nuestras setenta vírgenes? Una voz responde: «Lo siento, chicos, los de “Charlie” llegaron primero y os las levantaron. En una esquinita, púdicamente enmascarada por una nube, se percibe la sombra de una estupenda orgía.

París ha amanecido en verde esta madrugada. Y en colas interminables en torno a los quioscos de prensa. «Charlie Hebdo», estaba de nuevo, en la calle. Con ocho páginas sólo. Y con más de un millón de tirada. A las siete y media, no queda ni un ejemplar en los kioscos de la plaza del Odéon , ni del Boulevard Saint Michel . En un callejón transversal a la calle de Buci , una cola que llega hasta el Boulevard indica que aquí hay aún una posibilidad. Tras media hora de espera, el desolado quiosquero anuncia que ha vendido su último ejemplar. Lasciate ogni speranza! No hay ejemplares ya en ningún lugar de París. Se han agotado antes del amanecer. El truco ahora está en buscar un quiosquero que abra tarde. Plantarse ahí y probar suerte. Es lo que hago en el punto donde el Boulevard Saint Germain se ensancha en la plazuela Jacques Copeau , frente al costado de la Iglesia. A mi lado, en la cola, una señora muy mayor telefonea a un pariente de provincias: «Mira a ver si por ahí pillas uno. Aquí, en París, me da que lo tenemos duro». Enseguida, me pregunta si estuve en la manifestación del domingo. Confieso, con espontánea vergüenza, que no, que yo andaba por Madrid el domingo, que llegué ayer porque necesitaba estar en la ciudad a la cual debo –para bien, para mal, para nada– todo lo que he sido, en la ciudad donde aprendí a leer, a pensar... A mandar a hacer puñetas todo, que es lo mismo. Hace ahora cuarenta y cinco años.

¡Cuarenta y cinco años! Yo tenía diecinueve. Me sacude, de pronto, la imagen a mi izquierda. El costado de la Iglesia de Saint-Germain. Y el recuerdo de entonces. En un banco de ese parque que bordea la iglesia pasé mi primera noche en París. Julio del 69 . Tras viajar en autoestop sin un duro en el bolsillo. En aquel año, «Charlie Hebdo» estaba naciendo. A partir de la revista «Harakiri», de la cual salió el equipo de insensatos que puso en pie aquella locura. Ninguno de nosotros –y, quizás aún menos, de ellos– hubiera entonces pensado que iban a durar medio siglo. Aquí empezó, pues, todo. Para mí. En el parque que bordea la iglesia de Saint-Germain. En un banco de madera que puedo ver desde aquí. Y que aún hoy me trae la nostalgia loca de mis años más insensatos. No diré que los más felices. Mentiría. Sí, los irremediables.

No , no estuve en la mani del domingo . La anciana señora saca su móvil y me enseña las fotos. A su lado, un atildado caballero tira del suyo. «Nunca habíamos visto nada así» , coinciden. Aunque en realidad debieran haber dicho: «Nunca hicimos nada así». Porque lo hicieron ellos. Y lo saben. Ellos, que nada guardan de las viejas imágenes militantes de hace cuatro décadas. Que son gentes, con seguridad, de sosiego y orden. La señora, eso sí, explica que sólo llegó hasta la mitad del recorrido: «Iba con mis nietecitos, sabe usted. Y aquello se apretujaba de tal manera que me preocupé por las criaturas y nos pusimos a un lado».

En la cola hay por igual gente vieja y joven, hablan media docena de lenguas diferentes, sus rasgos físicos remiten a Dios sabe cuantas etnias venidas de cualquier sitio. Todos son «Charlie». Incluso los que jamás leyeron , hasta hoy, la revista . Incluso aquellos a los que alguna de sus portadas escandalizó. Son «Charlie». Ser «Charlie» significa hoy en Francia algo muy sencillo: ser libre. Lo cual en la Francia republicana significa algo elemental y viejo: laicidad . No existe aquí el delito de blasfemia. Cada cual puede ejercer la religión que quiera. Siempre que no se la imponga a nadie. Y ninguna religión, ninguna, puede arrogarse autoridad sobre el Estado, que es la representación de todos. Piensen como piensen, crean lo que crean. Aun cuando sean lo bastante necios para no entender el hondo sentido de lo sagrado que deslumbra en la viñeta que ellos juzgaron merecedora de que su autor fuera ejecutado. Un Mahoma desesperado. «¿Por qué, por qué todos los que me aman tienen que ser gilipollas?».

Ha llegado el quiosquero: problemas con la moto, dice. Se deshace en excusas: no, no hay «Charlie». Se quedó sin uno solo antes de cerrar el tenderete de madrugada. La gente está desolada. No importa. Lo esencial era hacer la cola. Esa cola que ha sido la segunda gran manifestación tras la del domingo. ¿Habrá reediciones? Sí, claro, seguro, tiene que haber reediciones. Mañana, a las siete de mañana, todos volverán a estar aquí. Nadie quiere renunciar a este relámpago verde. A este Mahoma que, en la viñeta de Luz, rebosa la bonhomía que los suyos fueron incapaces de concederle: «Todo está perdonado. Yo soy Charlie». Y ese lagrimón cayéndole del ojo izquierdo...

Tal vez puedan quedar ejemplares en el reducto musulmán, me digo. Al menos allí no es demasiado probable que se peguen por comprar esto. De Odéon a Barbès-Rochechouart , el metro es directo. A medida que voy aproximándome a mi estación, los hiyabs negros van generalizándose, envolviendo el rostro de las mujeres. Al menos ya no son integrales como hace unos años. La l ey promulgada por Sarkozy los prohíbe : atentan contra la esencia del ciudadano, que está en esa responsabilidad de los propios actos libres, que sólo puede darse en el rostro descubierto.

Uno traza ciudades dentro de las ciudades. Al otro lado de esos muros imaginarios, hay ciudades distintas. Que rara vez visita. Y que son tan ajenas como pudiera serlo para él el polo norte. Mi París está acotado por el cruce de los dos Bulevares que construyen el eje cartesiano del Barrio Latino: entre Saint-Michel y Saint-Germain ha transitado mi vida durante medio siglo. Incluso cuando no estaba en París. Sobre todo entonces. Las ciudades viven en la mitología, no en el espacio. Son el plano milimetrado de las almas de los hombres que las soñaron. Todo cuanto yo soñé transcurre en torno a ese patio de la Sorbona al cual hoy no he podido entrar. «El plan Vigipirate », me explica amablemente el guardia que pide hoy carné de estudiante para acceder al lugar, de costumbre, más abierto del planeta. «El plan Vigipirate», la protección de París frente al terrorismo islámico . Y, ¿qué voy a decirle yo? Que tiene razón. Nos sonreímos. ¡Qué grandísima canalla se ha ido volviendo la vida! En ese patio comenzó el 68. Un 3 de mayo. Cuando la Policía arrestó a todos los allí concentrados y vio alzarse las primeras barricadas. Yo ese día, en Madrid, cumplía 18. Me lo pasé colgado de la radio, tratando de seguir aquello. Y, desde el primer segundo, supe que eran los míos. Siguen siéndolo. Aunque la puta vida haya acabado llevándonos a cada uno por sitios tan distintos.

Fotografío, nada más salir del metro Barbès , el maravilloso disparate modernista del Cine Luxor . Es todo lo que queda del viejo gran París en este barrio. Paseo por el mercado bajo las vías del metro, aquí sobre la superficie. Con la misma impresión que tengo siempre de estar en otro sitio. Norte de África . Mujeres (pocas) envueltas en sus protectoras túnicas. Hombres (muchos) indolentemente sentados en las terrazas de las cafeterías. Pregunto a un par de quiosqueros con chilaba. Entiendo, de inmediato, que he perdido el tiempo. Aquí no hay eso. La respuesta es hosca. Como tratando de quitarse de encima, lo más rápido posible, a un imbécil que viene a darte problemas. Recuerdo el reportaje de anteayer en un periódico francés. Una concienzuda profesora de enseñanza media al borde del llanto . Enseña en una de estas zonas musulmanas. Cuando intentó hacer el minuto de silencio por las víctimas , fue abucheada masivamente por sus alumnos. Tuvo la firmeza de preguntarles si se alegraban de los asesinatos. Los adolescentes, muchachos como muchachas de quince años, respondieron que sí. Algunos se limitaron a insultarla. Otros se tomaron la molestia de explicarle que aquellos tipos que habían ofendido a «su profeta» , lo menos que merecían era la muerte. El profesorado de enseñanza media ha sido una de las columnas de la República y un cuerpo funcionarial muy respetado. Desde hace ya tres decenios, los profesores desertan de una vocación, que se ha vuelto impracticable. Si son mujeres, es aún más duro. Los varoncitos musulmanes aducen su religión para negarse a recibir lecciones de un ser inferior.

No es que no queden ejemplares de «Charlie Hebdo» aquí. Aquí, sencillamente, esas guarradas no se permiten. Esto es territorio liberado. Me tomo venganza, buscando una buena librería en el mismo barrio. La hay, por suerte. Y pido el último libro de Houellebecq . Su misión le ha costado al novelista tener que huir de Francia ante las amenazas islamistas . Describe un país de pesadilla en el cual las elecciones presidenciales van a decidirse entre un candidato fascista y uno islamista. La realidad misma. Al cabo de la calle.

«Para nosotros, los del 68, “Charlie Hebdo” era tan importante... No puede usted imaginárselo». Sí puedo. Aunque ella no lo imagine. «Para nosotros, los del 68» , dice ella. Debo de llevar treinta años, por lo menos, viniendo a comer, de vez en cuando, a este restaurante vietnamita, al lado del metro Odéon. Siempre solo. Jamás había hablado aquí con nadie. Si he de decir la verdad, apenas si recuerdo haberme fijado en quienes me atendían. Hoy, al traerme la cuenta, lo primero que ha hecho la propietaria ha sido preguntarme si estuve en la manifestación del domingo. Exactamente como la señora de esta mañana. E igual que esta mañana, he sentido una absurda vergüenza al confesar que no, que acabo de llegar, que he venido para saber lo que ellos vivieron. «Para nosotros, los del 68», responde entonces con la voz grave que cuadra a los momentos verdaderamente serios, «Charlie Hebdo era tan importante...». La mujer nació en Saigón hace más de sesenta años. Su familia huyó a tiempo de aquello que nosotros nos negábamos a saber que era el inicio de una blindada dictadura. «Aquí, mediados los sesenta, volví a nacer. No, no volví. Nací, a los quince años, en París y en el 68. Antes, en Vietnam, no existía. ¿Ve usted a todos esos bárbaros, los Kouachi, los Coulibaly , a todos esos que quieren envolver a sus mujeres de los pies a la cabeza y tratarlas como esclavas ? Nunca, nunca aceptaré que esa vuelta atrás pueda producirse. No es solidaridad con nadie. No es feminismo. No es nada. Es mi vida». Me estrecha la mano fuerte cuando salgo. «Son nuestras vidas», le respondo.

Nueva York, Madrid, Londres, Bali... fueron matanzas masivas . Y anónimas. E hicieron en el paisaje horribles cicatrices. Yo visité Nueva York poco después el 11-S. Y aquel agujero estaba en todas partes. En París no hay huella física. Aquí, los asesinados fueron llamados por su nombre, uno a uno, para ser ejecutados. Por su nombre. Con ese horror frío de las ejecuciones. No hay zanja sobre la cual alzar un monumento. Esa zanja está en la cabeza de cada uno. Y ese monumento. Y se ahoga en el silencio: donde el dolor habita. No hay gritos. Todo es púdico Ni siquiera hay una pintada sobre las paredes. Sólo una sobriedad que estremece. El ciudadano espera que quienes gobiernan tomen nota . Y hagan lo que es debido. De momento, lo han hecho.

No hay el agujero enorme de Manhattan. No hay los hierros retorcidos de Atocha. Sólo el alma está rota. En París. El alma de quienes saben qué envite se están jugando. Un coche de Policía gira bruscamente a mi lado con la sirena a tope. Sólo me da tiempo a ver su cristal trasero. Y sobre él una de esas pancartas con letras blancas sobre fondo negro: «Yo soy Charlie». Ni al gran Wolinski se le hubiera ocurrido una viñeta tan extrema. Me viene a la memoria la pancarta más asombrosa de la mani del domingo. Un gran lienzo de escueto mensaje: «Yo soy Charlie, yo soy judío, yo soy musulmán, yo soy poli» . Y el recuerdo del fervor neoyorkino hacia sus bomberos tras el 11-S me golpea. Un mundo se ha transmutado en silencio. Manuel Valls, primer ministro, lo dirá ante la Asamblea el martes. Y provocará una ovación cerrada de todos los partidos. «Estamos en guerra. Vamos a darla. Y a ganarla». Y he recordado la negrura de nuestro propio 11-M. Y he sentido envidia .