¿Quería el rey la dictadura? El verdadero papel de Alfonso XIII en el golpe de Estado de Primo de Rivera
El 13 de septiembre de 1923, el capitán general de Cataluña asaltó el poder e inició una dictadura tras haber conspirado a «plena luz». La versión más extendida cuenta que lo hizo con la anuencia del rey, un mito que destruyen autores como Roberto Villa
Un año para «destruir la Monarquía»: el complot en la sombra que trazó la llegada de la Segunda República
Alfonso XIII desfila en una jura de bandera junto a Miguel Primo de Rivera
El advenimiento de la Segunda República no trajo consigo ni perdón ni concordia. En agosto de 1931, cuatro meses después de que Pedro Mohino izara la tricolor en el centro de Madrid, las Cortes Constituyentes crearon una comisión de «responsabilidades políticas» con un ... objetivo claro: juzgar al entonces «ex rey» Alfonso XIII. Entre otros tantos cargos, y vaya si se enarbolaron, el monarca fue acusado de desviarse de «las normas constitucionales» por su «irrefrenable inclinación» al «poder absoluto». El cenit, o eso argumentaban los diputados, fue «haber preparado» el golpe de Estado del 13 de septiembre de 1923 que convirtió a Miguel Primo de Rivera en dictador durante siete años. Casi nada.
La versión cuajó y, aunque se ha dulcificado con el paso de los años, su poso perdura todavía en la sociedad. Hoy son muchos los libros que afirman que el capitán general de Cataluña contó con la «anuencia del monarca» y que la dictadura se implantó por la fuerza contra el sentir de los partidos políticos. Nada más lejos de una realidad mucho más compleja y gris. «Nadie ha sido capaz de probar nada hasta ahora en ese sentido. Es una demostración más de la persistencia de la mitomanía republicana de hace un siglo, y por motivaciones puramente presentistas que nada tienen que ver con el conocimiento histórico».
El que habla es Roberto Villa, profesor titular de Historia Política de la Universidad Rey Juan Carlos. Y sabe lo que dice, pues su nuevo libro, '1923. El golpe de Estado que cambió la historia de España' (Espasa, 2023), se zambulle en esta idea expuesta ya por otros tantos expertos como el fallecido catedrático de Historia Contemporánea Javier Tusell. «La imagen del Rey cómplice y perjuro fueron motivos fundamentales de la propaganda republicana bien entrada ya la dictadura. Al final, acabó extendiéndose también a aquellos monárquicos constitucionales indignados con la prolongación del gobierno de Primo de Rivera», explica. Aquellos argumentos fueron recogidos después del 14 de abril de 1931, cuando se convirtieron en un relato oficial.
El cómo se llegó al golpe aporta mucha luz sobre el eterno, y controvertido, enigma histórico. El germen del descontento llevaba décadas plantado. «En los años veinte se habían acumulado demasiados problemas», explica a ABC Gerardo Muñoz Lorente, autor de 'La dictadura de Primo de Rivera' (Almuzara, 2022). Al otro lado del teléfono, el investigador los enumera uno tras otro: «El conflicto social, con muchos atentados en zonas industriales como Barcelona; la crisis económica provocada por las campañas militares en África; el recuerdo de la pérdida de las colonias en 1898; el separatismo catalán...». La guinda era la inestabilidad social y el descrédito del sistema político de la Restauración.
A la luz del día
Al calor de este cóctel gestó Primo de Rivera, veterano de Marruecos, Cuba y Filipinas, un golpe de Estado que creía necesario para destronar a los políticos oportunistas que dominaban el país cual rémora. Lo llamativo, en palabras de Muñoz, es que no fue un movimiento desde las sombras. El capitán general lo corroboró en un artículo posterior: «En los dos últimos viajes a Madrid empecé a conspirar, pero a la luz del día y con poca reserva». Él mismo declaró que lo había hecho «evadiendo toda ocasión» de entrevistarse con el monarca, pues estaba convencido de que «lo desaprobaría» e intentaría detenerle.
Se movió bien el militar. A mediados de junio ya contaba con el apoyo del famoso 'Cuadrilátero': José Cavalcanti de Alburquerque, Federico Berenguer Fusté, Leopoldo Saro Marín y Antonio Dabán Vallejo. Pronto se sumaron a ellos personajes como José Sanjurjo, gobernador militar de Zaragoza, o el duque de Tetuán. La legión de conspiradores aumentaba casi a la misma velocidad que las reuniones que se celebraban para gestar el golpe. El mismo Saro declaró en los años treinta que «los políticos conocían cuanto se proyectaba» y que «se daban bromas sobre ello y se hacían comentarios en casinos y calles». En una ocasión, de hecho, un ministro se les acercó y les sorprendió con una pregunta: «¿Qué hacen los generales conspiradores?».
Había ruido de sables, pero nadie hacía nada para evitarlo. Y el porqué lo tiene claro Villa: «Era natural. España vivió desde febrero de 1923 al borde del pronunciamiento militar varias veces y, sin embargo, los que podían acaudillarlo no se decidían a arrostrar las consecuencias de sus actos. Tanto el rey como sus ministros esperaban que lo de Primo de Rivera fuera un órdago que luego no se consumaría». Y, como guinda, ambos expertos coinciden en que una buena parte de la sociedad y los partidos de la época anhelaban un impás –breve y civil, eso sí– que favoreciera la recuperación económica del país y limpiara el viejo sistema de la Restauración.
Problemas reales
La fiesta, y nótese la ironía, arrancó el 11 de septiembre, cuando Primo de Rivera reunió al mediodía a los generales de la guarnición barcelonesa y les dio las últimas indicaciones para el golpe. Allí, en Cataluña, se hizo fuerte en espera de que el 'Cuadrilátero' convenciera al capitán general de Madrid, el dubitativo Diego Muñoz-Cobo, de que se uniera a ellos. La noticia corrió entonces como la pólvora, y atropelló a Alfonso XIII en San Sebastián. Dos jornadas después, por la tarde, el monarca subió a un tren y puso rumbo a Madrid para hacerse cargo de la situación. Ahí empezó, según Villa, su leyenda negra.
El primer golpe lo recibió Alfonso al bajar del vagón. En declaraciones a un embajador, admitió que se topó con un Ejecutivo «que no había intentado una solución de defensa en que él, por ventura, pudiese apoyarse». En sus palabras, le recibió un primer Director Militar «en funciones»; en parte, porque carecían del apoyo de las capitanías generales. En una reunión posterior, se dio de bruces con la realidad cuando Manuel García Prieto, al frente del Gobierno constitucional, le insistió en que debía cesar a los miembros del 'Cuadrilátero' y sacar las tropas a la calle, pero le confirmó «que no podía garantizar» la victoria por la división interna del Ejército y el escaso apoyo social.
Miguel Primo de Rivera
No le faltaba razón, pues la única demostración material de oposición corrió a cargo de los comunistas, que declararon en Bilbao una huelga general el 14 de septiembre. «El Ejército vio con buenos ojos el golpe prácticamente en pleno y con pocas excepciones. Los partidos, depende. Los de oposición a la Monarquía liberal lo recibieron con expectación e incluso contentos de que aquella ruptura revolucionaria abriría la puerta a otras nuevas», añade Villa. Los grupos monárquicos, por último, se resignaron. «Para ellos fue una suerte de final cantado de la crisis política abierta en 1917», sentencia el experto.
A pesar de las dificultades, Villa sostiene que el monarca quiso mantener el orden con un movimiento similar al que ya había hecho en 1917: un viraje del país hacia la derecha constitucional. El político y ensayista Salvador Canals lo corroboró en un folleto publicado en 1925: «La Corona intentó sustituir al Gobierno del marqués de Alhucemas con otro el cual se sometiera unánimemente al Ejército». El candidato habría sido José Sánchez Guerra, pero, en palabras del autor, rechazó la propuesta porque su grupo, el Partido Liberal Conservador, estaba deslabazado. Una forma educada de escapar de la responsabilidad cuando Primo de Rivera ya se había hecho fuerte.
Alfonso XIII quiso mover ficha por última vez en una reunión con Cavalcanti. El general, sin embargo, le comunicó a Su Majestad que no «podía hacer más que aceptar el movimiento» y le espetó que «ellos eran los que mandaban para bien de España y para bien del propio Rey».
Sin apoyo y con miedo a enfrentar a España en una enésima guerra civil heredera de las carlistas, Alfonso XIII dio paso a Primo de Rivera.
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