Morir en defensa de la Constitución: 200 años de la gesta suicida de España en la isla del Trocadero
En el verano de 1823, esta pequeña isla de Puerto Real, en Cádiz, se convirtió en el último bastión del liberalismo español que, con apenas un puñado de hombres, decidió enfrentarse al todopoderoso Ejército francés para evitar la vuelta al absolutismo
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Madrid
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Iniciar sesiónEn la páginas 73 de su diario de operaciones, el teniente coronel Manuel Bayo reflejaba así la angustia de los últimos momentos en la isla del Trocadero: «El enemigo, apropiándose de nuestras piezas, volvió algunas contra nosotros y empezó a disparar granadas sobre ... los que huían. Los que no pudieron embarcarse, o murieron ahogados en el fango del caño, o fueron víctimas de los tiros o quedaron prisioneros de guerra». Sobre la anotación había una fecha escrita a mano: el 29 de agosto de 1823.
Aquel pedazo de tierra a punto de ser invadida por los franceses en medio de la bahía gaditana, con apenas un kilómetro de ancho y cuatro de largo, se convirtió ese tórrido verano en el último bastión de los defensores de la constitución de Cádiz de 1812. Era solo un puñado de españoles, con el recuerdo todavía presente de la Guerra de Independencia contra Napoleón y muy pocas esperanzas de lograr esta vez la victoria, pero se encerraron igualmente en aquella pequeña isla para intentar frenar al todopoderoso Ejército de los Cien Mil Hijos de San Luis, que se habían hecho ya con el resto de España.
«En agosto de 1823, la mirada de Europa se fijó en este rincón gaditano en el que se iba a decidir el futuro de la monarquía española. Para España representó el último intento de defender las libertades y los valores de la Constitución de Cádiz y un antes y un después en su historia, ya que la derrota de los constitucionalistas en nuestra pequeña isla abrió las puertas al absolutismo de Fernando VII y su Década Ominosa», explica a ABC el historiador de Puerto Real Manuel Izco, autor de 'Soldados en el olvido' y principal impulsor de las actividades de conmemoración del bicentenario de la batalla del Trocadero.
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Esta nueva invasión se gestó unos meses antes en Verona, en un congreso celebrado por la muy conservadora Santa Alianza (Rusia, Prusia y Austria) junto a Francia e Inglaterra. En la ciudad italiana, las potencias analizaron la trata de esclavos, la piratería y, de paso, el indeseado sistema constitucional que se había implantado en España, en 1820, con el levantamiento de Riego. Se puso fin a la monarquía absolutista, se inició el Trienio Liberal y Fernando VII se veía obligado a declarar públicamente: «Marchemos francamente, y yo el primero, por la senda constitucional». Por supuesto, nadie le creyó.
Invadir España
Antes de finalizar el congreso, Francia soltó su bomba al desvelar que iba a intervenir militarmente en España, para devolver el poder absoluto a Fernando VII. En realidad, lo que quería era recuperar su influencia en Europa tras la humillante derrota de Napoleón. El Ejército de Los Cien Mil Hijos de San Luís , con el duque de Angulema al mando, cruzó los Pirineos el 7 de abril de 1823. Sin mucha resistencia, estableció en Madrid su cuartel general. En total, 95.000 soldados a los que se unieron 17.000 simpatizantes españoles.
El Gobierno constitucional se vio obligado a retirarse a Sevilla y, después, a Cádiz. En un primer momento, Fernando VII se resistió, pero los liberales le apartaron temporalmente del poder y le obligaron a encabezar la comitiva. A partir de entonces, Europa presentó al Monarca como un prisionero y los liberales se vieron obligados a justitifcarse en la prensa: «Guardamos nosotros al Rey, es certísimo: ¿pero con qué fin? Para que no nos lo roben los que siendo enemigos nuestros, no pueden ser sus amigos». «En su diario, Fernando VII se describía a sí mismo como 'cautivo' –comenta Izco–, pero no creo que su integridad física corriera peligro. Más allá de los insultos que recibía por una parte del pueblo durante el viaje, no hubo nada. Fue bien tratado y gozó de cierta libertad, como demuestran las anécdotas de sus correrías por las calles de Cádiz».
Viendo la que se les venía encima, las autoridades gaditanas hicieron una angustiosa llamada a los ayuntamientos de la provincia para que cooperasen con dinero, grano o víveres para las tropas. Los franceses, sin embargo, avanzaban tan rápido que cualquier tentativa de defensa parecía un suicidio. ¿Qué esperaban conseguir los liberales si todo parecía perdido? Era una incógnita también la actitud que tendría la población, pues hacía pocos años del anterior sitio, cuando «Puerto Real fue ocupado, saqueado y casi destruido en su totalidad por el Ejército de Napoleón», recuerda el historiador gaditano.
Lucha por la libertad
Manuel Bayo vivió aquella trágica defensa del Trocadero y dejó constancia de ello en un valioso manuscrito de 100 páginas conservado en el Archivo Municipal de Cádiz. «Nosotros tuvimos claro que no íbamos a conmemorar ni una derrota ni una victoria, sino la defensa en nuestra tierra de los valores constitucionales. Celebramos el valor y la lucha por la libertad que se libró aquí hace 200 años, y que convirtió a Puerto Real y el Trocadero en el último bastión de la Constitución frente a la involución que suponía la vuelta al absolutismo», subraya Izco.
Cádiz se dispuso a hacer frente a la situación con ese mismo espíritu, aunque prácticamente sola. Se adoptaron medidas para crear un clima de solidaridad entre la población y el Ejército y se involucró a los vecinos en la fortificación de la zona, ya fuera con su trabajo o con su dinero. A pesar del empeño, la situación empeoró con el suicidio del ministro de Guerra, Estanislao Sánchez Salvador, y la traición de varios generales, pero no pedieron de vista la importancia del Trocadero, tal y como anticipó Bayo: «Para ser dueño absoluto de la Bahía es indispensable que el enemigo se apodere antes de este enclave».
Los franceses se pusieron manos a la obra y, el 28 de junio, conquistaron Puerto Real con 3.000 hombres, el Puerto de Santa María con 6.640 y Chiclana con 2.700. Las tropas defensoras, por su parte, eran 394 soldados de caballería y 15.000 de infantería, pero casi todos muy jóvenes, sin experiencia y de las milicias. «Hubo que familiarizarlos con la idea del peligro para que se portasen con bizarría en la batalla», escribió Bayo.
José Grasés
A mediados de julio, los franceses levantaron las baterías y comenzaron las escaramuzas en torno al Trocadero. El mando de la isla se encomendó al diputado y coronel José Grasés, pero las perspectivas de ganar o salir con vida eran escasas. Según la propaganda oficial, en los primeros enfrentamientos hubo quinientas bajas francesas por varios miles de españolas, pero siguieron resistiendo.
Fernando VII, por su parte, continuó jugando a dos bandas. El 5 de agosto acudió por sorpresa a la clausura de la legislatura en las Cortes y elogió la resistencia del pueblo contra el «pérfido enemigo que había invadido sus tierras». Luego elogió al Gobierno, que «jamás perdería el respeto a la libertad de los españoles». Para Izco, «el Monarca solo jugaba a una banda, a la suya, tratando de mantenerse a flote y con la cabeza sobre los hombros, pues estaba convencido de que Angulema le iba a devolver su añorado poder absoluto».
El duque llegó al Puerto de Santa María el 16 de agosto para conquistar el Trocadero de una vez por todas. Abrió una serie de trincheras para que sus tropas pudieran avanzar y, una semana después, anunció que iba a iniciar su ataque por mar y tierra. Los constitucionalistas, lejos de huir, redoblaron sus esfuerzos con patrullas de vigilancia improvisadas y el adiestramiento de los hombres para apagar los fuegos que ocasionara el invasor. Y plantaron cara con mucha dignidad. Según Bayo, «cada día el enemigo conducía al puerto entre cinco y ocho carros de heridos».
Sin tiempo para huir
Los ataques de Angulema, sin embargo, estaban perfectamente planificados y ganaba terreno centímetro a centímetro. No daba descanso a sus soldados y los españoles no tenían tiempo ni de recuperar el aliento. Al finalizar cada jornada se ponían a reconstruir las defensas, pues los franceses proseguían con el fuego nada más despuntar el día. Conscientes de que el asalto final se produciría pronto, los sitiados intentaron sembrar la isla de minas para volar la mayor parte de las baterías cuando el enemigo las ocupara, pero no tuvieron tiempo.
El 29 de agosto, Bayo apuntaba en su diario que los franceses avanzaban por la derecha y la izquierda de la isla. «Muchos constitucionales ni siquiera tuvieron tiempo para huir», lamentaba. Ante la imposibilidad de repeler los ataques con la bayoneta, el coronel Grasés ordenó la retirada a la segunda línea con solo 300 hombres y dos piezas de artillería. Estos resistieron hasta las nueve de la mañana del día 31, pero el repliegue fue demoledor para la moral de sus tropas. Todo se acabó cuando el gobernador militar de Cádiz ordenó a los gaditanos que vivían a extramuros que se cobijaran en el interior de la ciudad, no sin antes quemar sus casas y arrasar sus huertas.
Una vez recuperado el poder absoluto y sin necesidad ya de máscaras, Fernando VII renunció a su compromiso de amnistía con los revolucionarios e inició las represalias. En los siguientes años ejecutó a 30.000 personas. Por supuesto, abolió la Constitución una vez más y dio paso a una nueva década absolutista.
Mientras en España hemos olvidado esta batalla, en París, para conmemorar la victoria, se dio el nombre de la isla del Trocadero a una de sus plazas más famosas. «¡Por aplastar a los españoles en un paso, por tener éxito donde Bonaparte fracasó!», exclamó el escritor romántico François-René de Chateaubriand.
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