La Isabela: el horrible destino de la primera gran ciudad española fundada en América

La urbe, un puerto estratégico rodeado de bosques y canteras, sufrió incendio y fue golpeada por un huracán

La obsesión que martirizó a Colón hasta su muerte: organizar una cruzada para conquistar Jerusalén

Cuadro 'Descubrimiento de América', de José Garmelo Alda ABC

Nuestra historia se desarrolló durante el segundo viaje del gran Almirante. Porque sí, Cristóbal Colón partió desde Cádiz el 24 de septiembre de 1493, respaldado por los Reyes Católicos, con la intención de asegurar la presencia española en las tierras recién descubiertas ... y, de paso, seguir buscando el esquivo camino hacia la legendaria Catay. La esperanza del navegante seguía intacta. Su primera escala fue en la isla La Deseada, a la que llegó el 3 de noviembre. Luego continuó hacia Puerto Rico y, al final, arribó a La Española. Allí, sin embargo, se encontró con un panorama desolador: el Fuerte Navidad, el primer asentamiento europeo en la región, había sido completamente destruido.

El calendario marcaba un 28 de noviembre cuando los españoles pisaron la Navidad. La visión era tétrica: un incendio había devastado el fuerte, construido con los restos de la Santa María. Desconcertados, los explorados se propusieron dar sepultura a los pocos cuerpos que hallaron. Así lo narraba en ABC el escritor Miguel Ruiz Montañez, autor de los superventas 'La tumba de Colón' y 'Dónde nace el cielo': «Una docena de sus cadáveres habían sido colgados por los nativos, muchos sin ojos, para que se pudrieran al sol. Nunca sabremos lo que ocurrió, pero sí que 39 tumbas fueron cavadas en ese lugar. Cada vez que se encuentra cualquier pequeño indicio en esa zona, despierta un gran interés internacional, como narró el 'New York Times' del 27 de agosto de 1985, cuando investigadores de la Universidad de Florida hallaron indicios».

Sin lugar en el que asentarse y sin los alimentos y las vituallas que pensaba hallar en la Navidad, Colón decidió forjar una nueva Arcadia en La Española, aunque no la bautizó con el mismo nombre, sino como La Isabela. Así lo narra Manuel Lucena-Giraldo, Doctor en Historia de América e Investigador del Consejo Superior de Investigaciones Científicas de España, en el ensayo 'A los cuatro vientos: las ciudades de la América hispana': «Tomó con rapidez la decisión de fundar una ciudad para asentar las más de 1.200 personas que lo acompañaban, entre las cuales había, además de marineros, hidalgos, artesanos, labradores y religiosos».

El experto sostiene que la urbe recibió este nombre para honrar a la reina Isabel la Católica y que se localizó en el norte de la isla, junto al mar, a «29 leguas del puerto de Santa Cruz». El lugar en el que se emplazaba, afirmó el mismo Colón, no podía ser mejor: un alto junto a un puerto, en un valle más que amplio, y que contaba en sus cercanías con un bosque del que obtener madera y una cantera. Fray Bartolomé de las Casas, cronista de la época, alabó la calidad de esta última hasta el punto de que, cuando fue prior del monasterio dominico de Puerto de Plata, mandó colocar como su primera piedra una gran mole extraída de aquella montaña.

Lo cierto es que la mayoría de las descripciones no pudieron ser más alagueñas. El doctor Diego Álvarez Chanca afirmó, en una carta enviada en 1494 a Sevilla, que la arboleda era tan «espesa que apenas podrá un conejo andar por ella», y «tan verde que en ningún tiempo del mundo el fuego la podrá quemar». Otros tantos expertos de la talla de Pedro Mártir de Anglería destacaron su importancia como puerto de entrada a aquel territorio. El mismo Las Casas la denominó en varias ocasiones «puerto y ciudad de La Isabela». «El catalán Guillem Coma mencionó que tenía una calle ancha trazada a cordel que la dividía en dos partes y estaba cortada por otras transversales; consta que más adelante tuvo una fortaleza y una casa para residencia del almirante de las Indias», señala Lucena.

Otros testigos no estuvieron de acuerdo con esta afirmación. En palabras del mismo Lucena, personajes como el italiano Michele de Cuneo, que había loado también la ubicación como puerto, opinó que «las endebles casas de La Isabela eran tan sórdidas que le recordaban al aspecto de un burdel». Por su parte, la historiadora Consuelo Varela, de la Escuela de Estudios Hispano-Americanos y el CSIC, se refirió también a estas críticas en su dossier 'La Isabela, primera ciudad europea en el Nuevo Mundo': «Otras fuentes nos indican las míseras condiciones de ese primer asentamiento que, más que una urbe propiamente dicha, parecía una combinación de campamento militar y factoría comercial. El 'palacio' de los Colón fue quizá la única casa edificada por entero de cantería. Era muy modesta y de pequeña dimensiones».

Triste final

Pero no se extendió demasiado la buena vida allí. En agosto de 1498, apenas un lustro después de que se celebrara la misa inaugural, el puerto de La Isabela había sido abandonado. Luego sucedió lo propio con la urbe, que quedó deshabitada de forma irremediable. El mismo Colón afirmó que «un desastre de fuego» había destruido dos terceras partes de la misma ya en 1494, y que fue un golpe muy duro para la sociedad. Para colmo, el padre Las Casas señaló que La Isabela había sido construida cerca de una aldea indígena. «Por ello, se cree que había sido escenario de hechos de crueldad; resulta obvio que esta circunstancia debió agravar su atmósfera fronteriza y violenta», explica Lucena.

Varela añade que, tras el incendio, «en julio de 1495» un huracán acabó con las pocas casas que quedaban en pie y hundió las dos naos fondeadas en el puerto: la Mangalante y la Gallega. Colón las recordaba con cariño en una carta a los monarcas: «¡Cuánto nos aprovecharon aquí en el comienzo!». La experta añade que a los desastres naturales se unieron otros tantos problemas que obligaron a los pobladores a marcharse: «A la mala aclimatación de los hombres, abatidos por enfermedades, se unió la actitud de los indios, que, engañándolos, acordaron no sembrar, lo que produjo una escasez de víveres que, al decir de Gonzalo Fernández de Oviedo, supuso una mortandad en la que cayeron la mitad de los españoles y no pocos de los indígenas».

Los cronistas dejaron constancia de que el hedor que se respiraba en La Isabela al final de sus días «era grande y pestífero» y que, pese a que se intentó sembrar, las cosechas tardaron mucho en dar frutos y las simientes que se llevaron jamás fructificaron. Para colmo, la búsqueda de oro tierra adentro –que llevó a cientos de ciudadanos a desplazarse– terminó de clavar la tapa del ataúd. «No es difícil imaginar el aspecto que la ciudad presentaba: hambre, enfermedad, muerte, casas destruidas, pillaje y la consiguiente desmoralización de la gente que soñaba con una rápida vuelta a Castilla. Aquellas no eran las Indias prometidas», completa la experta.

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