Hablan los hijos de los republicanos y los miembros de la División Azul presos en los gulags de Stalin
Los descendientes de cinco republicanos y miembros de la División Azul narran, con motivo del estreno de la película 'La Tregua', cómo sus padres unieron fuerzas en los campos de concentración comunistas
Así se devuelve a la vida a los españoles presos en los terribles gulags de Stalin
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Iniciar sesiónLa genialidad brota, incluso, bajo la tierra más árida y congelada. «Mi padre era trompetista. Durante su estancia en el gulag cogía papeles de la basura, los lavaba en el río, los secaba, dibujaba los pentagramas a mano y componía». A Francesca Salut Filippowa ... se le rompen la voz y el alma cuando evoca a Emili, uno de los muchos españoles que sufrieron las perrerías del régimen de Stalin tras la Segunda Guerra Mundial. Había pertenecido a las Fuerzas Aéreas republicanas, pero en la vieja URSS el miedo esquizofrénico a los traidores no diferenciaba entre partidos.
Francesca nos abre su corazón desde la sede de ABC en Madrid. Y lo hace junto a otros cuatro descendientes de aquellas decenas de soldados que se dejaron la juventud en los campos de concentración comunistas mientras suspiraban por regresar a su tierra natal. Unos republicanos; otros tantos, miembros de la División Azul. Porque, en aquellos días de dolor, poco importaban los bandos: la máxima era combatir juntos el horror. Y hoy, toca recordar sus historias en un encuentro de memoria y emoción que se produce al calor del estreno de 'La Tregua', una película basada en un hecho tan real como desconocido: la amistad entre dos militares que, a pesar de haberse enfrentado en la Guerra Civil, se unieron para resistir las penurias de una prisión de Kazajistán.
Camino al fútbol
La historia bulle hoy a fuego lento en la sala de reuniones de ABC; las voces se entrelazan y los recuerdos salen a flote, a veces regados con lágrimas de alegría. Algunos de los presentes no se conocían entre ellos a pesar de su pasado común; otros sí, desde hace décadas. «¡Nuestros padres volvieron en el mismo barco a España!», comenta Luis Montejano a María Jesús González, hija de un divisionario. Ambos esbozan una sonrisa cómplice. «Coincidieron en 1948, estaban en campos anejos. Mi padre, Vicente, republicano, recordaba que Gerardo le había invitado a una tortilla en Odessa», bromea. El enésimo ejemplo de que los colores no valían.
«En el gulag, mi padre cogía papeles de la basura, los lavaba, dibujaba pentagramas y componía»
Francesca Salut
Luis conoce bien la historia de su padre: «Me la contaba de pequeño, mientras íbamos de camino al estadio del Atlético de Madrid». A Vicente le movilizaron a los 18 años y no tardó en hacerse piloto. «Primero se adiestró en Murcia y, desde allí, se marchó a la URSS para completar su preparación», añade. Fue, en definitiva, uno de los dos centenares de jóvenes trasladados a la ciudad rusa de Kirovabad para ponerse a los mandos de un caza. Para su desgracia, la caída de la República hizo que los aviadores de esta última promoción quedasen olvidados. «Rusia les ofreció integrarse en la vida civil, pero él y otros 25 compañeros se negaron. Querían ser repatriados a España», completa.
Para la URSS, aquello fue una afrenta. En julio de 1941, cuando había estallado la guerra, esos proscritos comenzaron un viaje de expiación por una infinidad de prisiones rusas: la cárcel de Novosibirsk, en Siberia occidental, el campo de reeducación de Krasnoyarsk, en Siberia oriental… Las pésimas condiciones hicieron que Vicente perdiera tres dedos antes de la que sería su última parada: Karagandá, en la exrepública de Kazajistán. «Estuvo hasta 1948, cuando fue trasladado a Odessa, donde se encontró con varios miembros de la División Azul. Le dieron, otra vez, la posibilidad de pasarse a la vida civil soviética, pero se negó. Era volver a España, o nada», añade. No cumplió su sueño hasta 1954, tras la muerte de Stalin.
El ruso
A la vera de Luis aguarda paciente María Jesús, de cabello rubio y voz acogedora. No tiene prisa, disfruta de una historia que, a pesar de haber oído cien veces, le parece mágica. Después arranca, y lo hace con una advertencia: «Mi padre, Gerardo, no contó mucho de lo que le había pasado hasta los últimos años de su vida. Ahí fue cuando se animó». Con quien más se abrió el anciano, admite, fue con una profesora de la UNED que le hizo una larga entrevista: «No la he escuchado entera porque me emociona su voz, pero me he propuesto oír un trocito cada día».
Dice María Jesús que su padre era un adolescente al final de la Guerra Civil: «No llegaba a los 18 años cuando se alistó; creo que fue un impulso. Mi abuelo intentó que no se fuera a Rusia con la División Azul, pero a él le dio igual». En Alemania recibió una rápida instrucción y empezó a batallar… hasta llegar a Leningrado. «Cerca de allí le cogieron prisionero. Después pasó 12 años en campos de concentración. A pesar de todo, siempre repetía que, por lo menos, le habían dejado vivo», sentencia. Durante ese tiempo, Gerardo superó el hambre y el frío extremo a golpe de ingenio. «Decía que los reos cambiaban una colilla chupada por un plato de comida. Es algo estremecedor», sentencia.
Tras ser liberado y regresar a la península, Gerardo viajó por Rusia en busca de los colegas españoles que había hecho en el gulag. Y sí, muchos de ellos eran republicanos. «Parecía que había ido de vacaciones, era un enamorado del país. Tenía libros de allí, escuchaba su música… ¡Sus amigos le llamaban el ruso!», finaliza. Falleció con 90 años.
Harina de otro costal
María Jesús mira con cariño a su izquierda: «¡Anda, yo conocí a tu madre cuando estaba embarazada!». Sus ojos se posan en Ana Cepeda Étkina, de pelo castaño y sonrisa traviesa. «Mi padre, Pedro, fue enviado a Rusia con mi tío cuando tenía 14 años. Fue un niño de la guerra. Lo peor es que mi abuela nunca dio el consentimiento para ello», advierte. Los hermanos fueron separados al llegar, triste preludio de la pesadilla venidera. De ahí, nuestro protagonista, criado en una casa de acogida del PC, fue llevado a una fábrica para formarse como peón textil. «No le gustaba; quería ser tenor, pero en el partido le decían que no necesitaban de eso. Él, a cambio, respondía que no era del partido, y eso molestaba», añade.
Pedro era un verso suelto; harina de otro costal, como lo definió Dolores Ibárruri, con la que tuvo mil y una diferencias. «Quiso volver a España desde que acabó la guerra, pero se lo negaron. En 1939 le convencieron para que se hiciera ciudadano soviético, y no le quedó otro remedio», desvela Ana. Ya harto, en 1940, movió los hilos para escapar. «Él y otro aviador se escondieron en dos baúles diplomáticos de la embajada argentina para huir. La mala suerte quiso que terminasen atrapados. Acabaron condenados 25 años al gulag por eso», añade la descendiente.
La muerte de Stalin en 1953 fue lo que le salvó de campos como el de Karagandá. «Salió en el 56, aunque no pudo regresar a España hasta una década después. Estuvieron una década poniéndole trabas», completa. Con todo, lo que más le duele a Ana es que, al regresar, nadie creyera a su padre: «Era malagueño y le decían que era un charlatán, que era imposible que hubiese pasado aquello». Que una película recuerde el hecho la emociona.
El siguiente en la lista es Rafael Fuster y, como no ha podido visitar Madrid, narra las vivencias de su padre por videollamada, a través de una gran pantalla. «Se llamaba Julián y empezó siendo miembro del Partido Comunista. Estudió cirugía y la practicó en la Guerra Civil», comienza. Llegó a la URSS en 1940, poco antes de que estallara el conflicto. «Se alistó para luchar contra los nazis y fue reconocido en el cuadro de honor de los médicos», añade. Cuando cesaron las balas, pidió viajar a México, donde estaban exiliados sus padres, pero se lo impidieron. Ahí arrancó su pesadilla. «Por su insistencia, fue tachado de problemático por el PC», dice.
«Siempre me repetía que los reos cambiaban una colilla chupada por un plato de comida»
María Jesús González
Problemático en la URSS significaba quedar señalado. Y así ocurrió, según explica su hijo: «Un día salió a la calle y le detuvieron. ¡Le acusaron de haber robado un banco! Él respondió que era una locura, pero le encerraron y le sometieron a siete meses de interrogatorios». Al final, le cayó una condena de 20 años en Kazajistán. «Fue horrible. Siempre decía que, de haber durado unos días más el viaje en tren, habría muerto», completa Rafael. En los cincuenta pudo regresar a España, aunque solo para ver que el horror continuaba. «Estaba señalado y no encontraba trabajo. Tuvo que irse al Congo como médico de las Naciones Unidas. Años después volvió y abrió un hospital en Girona. «Me ilusiona que, 54 años después de su muerte, estemos hablando de él», finaliza Rafael.
Música en el gulag
Francesca toma la palabra en último lugar. Es la más afectada; las lágrimas recorren su rostro en diferentes momentos de la entrevista. Dice que su padre se incorporó al ejército republicano y que, tras la batalla del Ebro, se ofreció voluntario para formarse como piloto; así fue como acabó en Rusia. Aunque su hija recalca que jamás militó en ningún partido: «Era un humanista con una gran vocación musical. Trabajaba como trompetista, y se le daba muy bien». Tras la victoria de Franco, intentó marcharse de Rusia, pero, como al resto de sus colegas, se lo prohibieron. «Pasó siete años desde 1941 encerrado». Fueron tres prisiones y cuatro gulags, y sin juicio ni condena.
«Mi padre se escondió en un baúl diplomático de la embajada argentina para escapar»
Ana Cepeda
Vuelve a emocionarse y detiene sus palabras. «En 1948 le ofrecieron incorporarse a la vida civil soviética y aceptó bajo coacción. Trabajó como músico durante un año. Hasta llegó a ser el director de la orquesta del Circo Ruso e hizo 'tournés' por todo el país», sentencia. Su hija lamenta que su obra fuera obviada en España. Por eso, añade, intentó forjar nuevos proyectos en Holanda, Finlandia y Noruega. «En este último país dirigió un festival muy famoso que fue un éxito». Después regresó a España y falleció. Siempre, eso sí, con la trompeta a cuestas.
Con Francesca acaba esta larga y emotiva reunión; cinco horas que recuerdan a unos supervivientes que, en mitad del frío, el hambre y las alambradas, se aferraron al calor de la supervivencia y la dignidad. Nada de banderas ni soflamas baratas. Un capítulo olvidado que, o eso esperan, volverá a resurgir con 'La Tregua'.
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