La ciudad española más importante que Roma y Jerusalén en la Edad Media
Peregrinos que visitaban los santos lugares, soldados destinados a los confines del mundo... Anthony Bale analiza en su nuevo ensayo cómo era planear, acometer y regresar de un viaje entre los siglos V y XV
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Iniciar sesiónA Margery Kempe no le movían ni el jolgorio, ni esa juerga que se augura en unas buenas vacaciones. Cuando esta inglesa del siglo XIV decidió dejar a sus 14 hijos en casa y viajar hasta Jerusalén, Roma y Santiago de Compostela, lo ... hizo por convicción religiosa. Fue esa devoción la que le dio fuerzas para superar un camino repleto de penalidades en el que, como recogían las crónicas, lloraba a raudales «por sus pecados y, a veces, por los pecados ajenos», y maldecía porque le hubiesen robado su 'souvenir' favorito: un anillo con una declaración de amor a Jesús. Fueron miles de kilómetros de vejaciones de bandidos y sufrimiento, pero le valieron para estrechar su vínculo con Dios.
«El de Kempe es uno de los muchos ejemplos de los millones de viajeros que, durante varios siglos, se lanzaron a conocer un mundo maravilloso y más interconectado de lo que creemos». Anthony Bale, todo un catedrático de Estudios Medievales en el Birkbeck College, se detiene un segundo para coger fuerzas a golpe de té negro. Admite que no sabe ni papa de español, pero asegura que podría discutir de forma acalorada con un centurión romano. «Si quieres, nos entendemos en latín», bromea. Es lo que tiene haber dedicado una infinidad de horas a leer crónicas sobre peregrinajes, peripecias intercontinentales y expediciones militares. Un cóctel perfecto para elaborar 'Guía de viajes por la Edad Media' (Ático de los libros).
La finalidad de este curioso ensayo, asevera Bale a ABC, es reconstruir lo que significaba recorrer largas distancias en la Edad Media; y lo analiza de forma concienzuda paso a paso. «Las motivaciones eran muy distintas. El grueso de la sociedad viajaba en algún momento de su vida por lo que llamaban 'salud espiritual': peregrinaban a catedrales, montañas santas o pozos sagrados para estar en paz con Dios», sentencia. Tampoco faltaban aquellos que lo hacían para pedir a los santos que les curaran de algún mal; desde dolores de dientes, hasta problemas en un brazo. «Las autoridades religiosas también te podían obligar a ello si habías cometido un pecado, como penitencia», suscribe.
Preparar el viaje
Ejemplos hay de sobra. En 1384, un matrimonio prusiano viajó desde Gdanks hasta Aquisgrán como penitencia conyugal. El marido, un armero llamado Adalbrecht, dejó su oficio y vendió sus posesiones para iniciar un periplo de nueve semanas como castigo por haber pegado a su esposa, Dorothea. Para colmo, ella le acompañó durante el trayecto convencida de que así se ganaría la gracia de Dios. Por su parte, el fraile Felix Fabri (siglo XV) dejó constancia de sus escapadas en los muchos relatos que escribió sobre tablillas enceradas. El religioso corroboró que entre sus colegas turistas había hombres cultos. De hecho, comparaba el esfuerzo de ir «de lugar en lugar» con el de pasar «de libro en libro, leyendo y escribiendo, corrigiendo y ordenando» lo que se sabía de los lugares santos.
Pero no todo en la vida era religión. «También había diplomáticos que viajaban por trabajo, soldados, espías, misioneros y aventureros», completa Bale. Serio, admite que no había espacio para incluir todos los motivos en el ensayo, pero considera su trabajo como un buen acercamiento.
Elegir destino era el otro gran reto antes de iniciar el trayecto. Kempe, por ejemplo, no pudo ser más devota al tomar su decisión: «Jerusalén, Roma y Santiago de Compostela eran los tres lugares más santos de la Cristiandad en la Edad Media. Eran los peregrinajes más importantes que se podían hacer». Le preguntamos por lo insólito de desplazarse desde el viejo continente a la Ciudad Santa de Oriente Próximo, y esboza una sonrisa. «Podía estar muy lejos, pero no era un destino exótico. Toda la sociedad pensaba en ella de forma constante. Además, las Cruzadas hicieron que estuviera muy unida a Europa», añade.
Grandes ciudades
Santiago, advierte, rivalizaba en importancia con Jerusalén y Roma debido a que en ella se hallaban los restos del apóstol. «A finales del XV, la ciudad era la capital de los viajeros europeos. Hasta ella se desplazaban peregrinos de todo el continente debido a que visitar Oriente Próximo era muy peligroso. La urbe española tenía más glamour, más seguridad y un sistema de posadas bien organizado», completa.
A pesar de ello, hubo guías de viajes dedicadas a señalar a los peregrinos qué reliquias visitar en La Coruña y dónde encontrar agua potable. «Este tipo de libros supusieron un género literario propio en su momento. Eran muy útiles porque daban información de primera mano. El 'Códice Calixtino', por ejemplo, estaba dedicado a Santiago y especificaba hasta los lugares en los que había mosquitos», completa.
Guía de viajes por la Edad Media
- Editorial Ático de los Libros
Pero las ciudades exóticas, insiste Bale, poco tenían que ver con Santiago o Jerusalén: «Las guías de viajes afirmaban que en uno de los confines del mundo había una isla, Banten (Sumatra), cuyas aguas se tragaban a cualquiera que continuara avanzando más allá». Las leyendas sobre ella llegaron hasta los libros. Odorico de Pordenone, un conocido misionero del siglo XIV, escribió que sus habitantes prosperaban gracias a unas gigantescas cañas dentro de las que crecían piedras preciosas con capacidades curativas milagrosas. Y, al otro lado del océano, Jerónimo de Santo Stefano, nacido en Génova, dejó testimonio de un destino más que singular: las islas Maldivas. «Él sí pasó un tiempo allí, pero el viaje se convirtió en un infierno. Acabó a la deriva, agarrado a un trozo de madera, sin saber dónde estaba», sentencia.
Una vez iniciado el camino, en los viajes abundaban los peligros. Adalbrecht y Dorothea fueron asaltados en Brandeburgo; les robaron sus ropas, el dinero, el carro y los caballos. A la mujer apenas le dejaron una falda muy corta para tapar sus vergüenzas. Por casos como este, eran muchos los que compraban guías con las que poder esquivar los peligros. Una de ellas, centrada en Flandes, aconsejaba a los peregrinos contratar a un 'escarcela' (un guardaespaldas, explorador y correo) para que les escogiera los mejores albergues y evitara los caminos repletos de malhechores. Su mejor directriz era no revelar nunca el itinerario que iban a seguir «para evitar que ciertos hombres se adelantaran y tendieran emboscadas a caminantes inocentes y desprevenidos».
Regreso a casa
Pero no todo era horror en estos trayectos. Las grandes ciudades, afirma Bale, desarrollaron una colosal industria del viaje sobre dos grandes pilares: los alojamientos y los 'souvenirs'. «Estos últimos funcionaban como una suerte de registro de autenticidad de ese viaje trasformador que se hacía desde el punto de vista religioso», explica el experto. En Santiago era la mítica concha, pero también había chapas, emblemas... «En el libro muestro algunos con un dibujo de un pene o una vagina caminando como si fueran peregrinos. Para ellos era como una bendición, aunque no podemos estar seguros», sentencia. Del oeste, añade, no era raro conseguir «'souvenirs' humanos». Una familia inglesa, los Paston, trajeron a Europa a un turco con enanismo. «Le veían como una mascota», dice.
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El regreso a casa es otra historia. Bale sostiene que los peregrinos de la Edad Media no solían dejar constancia de esa vuelta; quizá porque consideraban que en el trayecto estaba el crecimiento personal y religioso.
De lo que está seguro es de que, a pesar de los siglos, no hemos cambiado tanto: «Por mucho que les gustara viajar, todos terminaban por anhelar su casa y suspiraban por volver. Es algo que está en el ser humano».
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