El fraile mujeriego que Carlos V convirtió en su arma secreta contra los bereberes
Pedro de Bobadilla, de noble linaje, abandonó la Iglesia y se convirtió en corsario antes de ser llamado por el monarca del Imperio español
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Pedro Fernández de Bobadilla navegó entre la santidad y la barbarie. De noble linaje, asió con fuerza los votos religiosos en el siglo XVI y se unió a los frailes dominicos. Pero, casi con la misma virulencia que se había rendido a Dios, abandonó ... aquella vida tras verse envuelto en una infinidad de escándalos sexuales y tentaciones carnales. A partir de ahí, su devenir fue todavía más caótico si cabe: se convirtió en corsario, reunió una flota de naves y se dedicó al pillaje durante años. Pero hasta la peor calaña puede hallar redención. Arrepentido, solicitó el perdón de la Cristiandad, y esta respondió. En la última parte de su existencia, el mismo Carlos V le puso al frente de sus galeras de guerra. Hete aquí la biografía de un personaje tan turbio como bregado en lo suyo: el combate naval.
Primeros días
La infancia de nuestro protagonista parece extraída de un largometraje norteamericano. Don Pedro Fernández de Bobadilla llegó a este mundo en el seno de una familia noble y como el sexto de los ocho hijos de Beatriz de Bobadilla, amiga y cortesana de la reina, y Andrés Cabrera, uno de los hombres de confianza de la monarquía. La mayoría de expertos coinciden en que vio la luz por primera vez en Jaén, Andalucía, en 1486. Aunque la investigadora Vicenta María Márquez de la Plata afirma en su dossier 'Pedro de Bobadilla. Fraile, caballero de Santiago y corsario' que, con total probabilidad, lo hizo tres años después.
Más destacable que la fecha concreta es que Pedro fuese nombrado Caballero de la Orden de Santiago cuando no sumaba más de cinco primaveras. «Yo le vi en Madrid cuando le dieron el hábito de Santiago, que fue en el año 1495, y me parece que, cuando le dieron el hábito de Santiago, podía tener cinco o seis años», escribía el cronista Gonzalo Fernández de Oviedo. Aunque su paso por esta organización no se extendió demasiado en el tiempo ya que, cuando rondaba los trece años, ingresó en la Orden de Predicadores tras ceder todos sus bienes a su hermana menor.
Por desgracia, los frailes no supieron controlar los impulsos del pequeño y acabaron mandándolo de nuevo a casa de sus padres. Debieron enviarle acompañado de una carta no demasiado halagüeña, pues Beatriz y Andrés establecieron que lo mejor que podían hacer para encauzar al pequeño era... ¡meterle en una jaula y no darle de comer! De esta guisa pretendían purificar su alma y hacer que regresara al buen camino. Ya fuera por la necesidad de salir de allí, o porque de verdad el castigo funcionó, Don Pedro terminó arriando el pabellón y empezó a guardar las formas hasta que le sacaron de allí. «Tras esos años de encierro el joven fraile, de unos quince o diez y seis años, volvió al convento dominico y todo pareció volver a su cauce», añade Márquez de la Plata en el mencionado dossier.
Bobadilla pasó los últimos años de su infancia en el convento como miembro de provecho de la Orden de los Predicadores. Así hasta que, en 1510, cuando sumaba unos veinte años, viajó a la capital. A partir de este punto existen varias teorías sobre su devenir. Algunos expertos afirman que robó a un joyero entre trescientos y cuatrocientos ducados en oro y se dio a la fuga. El doctor en Historia Javier Martínez Babón, por su parte, desvela en 'Mares de sangre' que lo que en realidad le cautivó fue el deseo carnal. «Fue fraile hasta que descubrió que las mujeres le gustaban en demasía». Fuera por rico o por mujeriego, abandonó sus votos y se marcho a otra ciudad a la carrera.
A golpe de pierna, Pedro Bobadilla arribó a Alicante. Según unos, más rico que un marqués; según otros, sin más fortuna en el zurrón que algún chusco de pan. Lo que sí tenía claro era que iba a dedicar su vida al corso. Es decir, al innoble arte de recibir montones de monedas a cambio de saquear, matar y robar a los enemigos de su benefactor. El porqué decidió hacerse a los mares tras haber pasado una vida dedicada a la oración es algo difícil de entender y para la que no parece haber respuesta. ¿Quizá el deseo romántico de buscar la libertad en las aguas?
Corsario
En un breve período de tiempo, nuestro protagonista reunió a un grupo de gentes de mal vivir y, tras robar una carabela cual Jack Sparrow, se hizo a los mares. El misterio se cierne, a partir de este momento, de nuevo sobre Bobadilla. El cronista Fernández de Oviedo dejó escrito que tenía patente de Corso para saquear bienes en tierras musulmanas y acabar con buques árabes. Aunque también hizo referencia en sus textos a que, cuando necesitaba dinero, no dudaba en asaltar bajeles de sus aliados.
Martínez Babón es seguidor de esta teoría: «Durante una decena de años navegó por todo el Mediterráneo saqueando bajeles turcos. Ocasionalmente se desplazaba hasta Occidente para asaltar barcos cristianos, incluyendo españoles». Ejemplo de esto es que, en una ocasión, apresó una nave dirigida por el tesorero de Valencia después de engañar a su piloto.
Bobadilla se ganó a golpe de trabuco, sable y cañón dos cosas: la fama de sanguinario y una ingente cantidad de riquezas. Dinero con el que, como buen corsario que era, compró más buques y contrató a más tripulantes. «Obtuvo notables éxitos y logró tener una flotilla de seis barcos y quinientos hombres», desvela el doctor en historia en su obra. «E con estas velas anduvo por las costas de Italia, del Narbonés y de África por el mar Mediterráneo, o Egipto, desarmando a muchos e creciendo su potencia e armada. E era Fray Pedro temido en estremo e subido en gran su reputación», explicaba, por su parte, el cronista.
Por si fuera poco, el fraile renegó de su fe y dejó en una posición nada apetecible a la Iglesia tras enamorarse y compartir camarote en sus viajes con una hermosa chica griega a la que cubrió de oro y joyas. Su ya de por sí extraño destino cambió de nuevo cuando se hallaba en la cúspide de su poder. Tras años de saqueos, Bobadilla arribó con su considerable flota a la isla de Rodas, sede de la Orden de San Juan de Jerusalén, en 1512. En principio solo iba de paso, pero, tras amarrar los barcos, recibió la noticia de que el anciano Gran Maestre Guy de Rochefort estaba muy enfermo. Aquello cambió su vida para siempre.
«A poco de estar en Rodas ya era vox populi que nuestro fraile dominico-corsario sería nombrado nuevo Gran Maestre de los caballeros de Rodas, pues reunía en su persona todo lo necesario: valor probado, experiencia en la mar y en la guerra marítima, dinero en abundancia y muchos hombres curtidos y ejercitados», destaca, en este caso, la experta. Además, tenía un origen noble y una inmensa flota que sumaría a la de estos religiosos.
Amargo final
La oferta no podía ser mejor para ambas partes, y Bobadilla lo sabía. Por ello, hizo hincapié en los combates que había mantenido contra los musulmanes para ganarse el respeto de los caballeros y, en un intento de lavar su imagen... ¡devolvió todo lo que había robado a los navíos cristianos a lo largo de esos años! Para su desgracia no le sirvió de mucho, pues al poco tiempo la salud de Guy de Rochefort mejoró y nuestro español se vio obligado a marcharse de la isla sin más título que el de desafortunado.
Si aquello fue una mala pasada del destino, lo que sucedió a continuación fue una verdadera zancadilla de la diosa fortuna. Bobadilla, sin apenas dinero, optó por volver a lo que sabía hacer: robar. Sin embargo, tras mantener multitud de combates contra los musulmanes del Kapudán Pachá, la climatología se cebó con sus bajeles. «Una tormenta destruyó la mayor parte de su flotilla y él lo atribuyó a un castigo divino», explica el doctor en historia. Desesperado y sin buques, recibió una curiosa oferta del papa Julio II: perdonarle sus barbaridades a cambio de que se convirtiera en general de su flota de galeras. El Emperador Carlos V también le otorgó el mando de una flota.
Pedro Fernández de Bobadilla, caballero de la Orden de Santiago, fraile de la Orden de Predicadores, corsario, general de las galeras del papa y uno de los marinos más experimentados de Carlos V, falleció en 1522 mientras se dirigía a Calais para combatir a los franceses. Se ahogó, como le pasara al emperador Barbarroja. Tenía por entonces 33 años. Apenas una treintena de veranos en los que, no obstante, su vida había dado un sin fin de vaivenes.
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