El cruel castigo del Imperio Romano contra las sacerdotisas que mantenían relaciones sexuales
Según Plutarco y Dion Casio, si las vestales mantenían relaciones sexuales eran introducidas en una celda bajo tierra junto a un candil y una hogaza de pan en espera de la muerte
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Iniciar sesiónEntre las mujeres mejor consideradas de Roma se encontraban las vestales, sacerdotisas consagradas a la diosa Vesta con una única misión en la vida: mantener siempre encendido el fuego sagrado que representaba la continuidad del Estado. Aunque, en la práctica, también custodiaban documentos básicos ... para el devenir de la 'urbs' y velaban por muchas de las reliquias sagradas obtenidas a lo largo de los siglos. Como de ellas dependía el destino del Imperio, o eso, se creía, contaban con un sinfín de privilegios en comparación con el resto de mujeres. A cambio, eran castigadas con dureza si erraban en su labor. El castigo más estremecedor lo sufrían si perdían la sagrada virginidad: eran enterradas vivas.
Vírgenes guardianas
Los historiadores clásicos coinciden en que pertenecer al culto de la diosa del hogar, Vesta, era uno de los mayores honores de Roma para las familias pudientes. Stephen Dando-Collins, un clásico en lo que a divulgación de este tema se refiere, define a las vestales como «una de las órdenes religiosas más exclusivas y más reverenciadas» de la Ciudad Eterna. Y otro tanto opina, desde la península, Lucía Avial Chicharro en su documentada 'Breve historia de la vida cotidiana del Imperio Romano'. La autora añade también que eran el único cuerpo sacerdotal de mujeres dentro de este Estado: «Hubo más sacerdotisas, pero casi todas vinculadas con cultos orientales, como el de Isis».
Según la leyenda, el culto lo inauguró el mismo Rómulo durante la época más arcaica de Roma, lo que implica que acompañó a la 'urbs' durante la monarquía, la república y el imperio. En la práctica eran las encargadas de una misión clave dentro de una sociedad muy religiosa. Eso les permitía contar con ventajas como las de disponer de sus bienes y herencia al libre albedrío y no tener ningún tutor masculino más allá del Sumo Pontífice de la orden. Aunque lo que demuestra su estatus dentro de la sociedad es que presidían las ceremonias, los sacrificios y los ritos más importantes de su tiempo. A pie de calle, los ciudadanos debían cederles el paso y, si no lo hacían con suficiente respeto, podían ser castigados.
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Las vestales eran escogidas dentro de las familias patricias cuando apenas sumaban ocho o diez años. Tras ser elegidas, y después de una llamativa ceremonia de acceso en la que eran colgadas de un árbol sin pisar el suelo, iniciaban treinta años de servicio a Roma. Los diez primeros estaban destinados a aprender los pormenores del culto; los diez siguientes, a ejercer como sarcerdotisas, y, los diez últimos, a enseñar a su sucesora. Durante todos ellos, la clave era la virginidad. Según Dando-Collins, en principio el castigo consistía en quemarlas vivas. Sin embargo, con el paso de las décadas se endurecieron –todavía más– las represalias. Así fue alumbrado el castigo que hoy narramos.
Muerte sin sangre
El control sexual no era casual en estas sacerdotisas; más bien se correspondía con el resultado de una tradición casi tan larga como la historia de Roma. Para empezar, estaban consagradas a Vesta, una de las pocas deidades vírgenes del Panteón. La costumbre también hacía mucho ya que, desde el mismo instante en que este culto fue alumbrado, se escogían como vestales a muchachas que fueran jóvenes y solteras para salvaguardar la llama eterna. El objetivo era claro: que las obligaciones familiares no les impidieran acometer su noble tarea a diario y durante nada menos que treinta años.
Si las vestales rompían su voto de castidad, todo el rencor de la sociedad caía sobre ellas. El castigo se lo imponía el Sumo Pontífice: la pena de muerte. Lo más llamativo es que esta debía llevarse a cabo sin derramar ni una sola gota de sangre, algo prohibido en la época. La premisa no suponía una complicación; como todo en el Imperio romano, la muerte ritual estaba reglada hasta el más mínimo detalle. Para empezar, la chica era despojada de sus insignias sacerdotales y se la cubría con un velo. A continuación, se la ataba con correas y era transportada en una litera cubierta al llamado campo de los vicios ('campus sceleratus'), el que se iba a convertir en su lugar de descanso eterno.
Allí era donde la vestal encontraba la muerte, como bien explicó en sus escritor el historiador clásico Plutarco: «La que mancilla su virginidad es enterrada viva, junto a la puerta que se llama Colina, que significa montículo en el idioma de los latinos». Dion Casio, también cronista romano, dedicó parte de sus escritos a estas sacerdotisas: «A las que se han dejado seducir las envían a la muerte más vergonzosa y lamentable. Las conducen aún vivas en procesión sobre unas andas como en los funerales, fijados para los muertos. Mientras sus amigos y parientes en cortejo lanzan lamentos por ellas las llevan hasta la puerta Colina». La realidad es que más que loas, lo que recibían eran improperios.
Cruel castigo
La muerte la hallaban en una habitación sin salida. Lo hacían conocedoras de que su nombre sería pasado por alto en las páginas de la historia. Y es que, según el mismo Casio, «aunque las colocan con adornos funerarios, no reciben monumento, ni ceremonias fúnebres, ni ningún otro rito». Para una sacerdotisa que había consagrado su vida –hasta tres décadas– a una deidad, no podía haber mayor afrenta. La vergüenza era extrema, pero no era lo peor. A continuación se la enterraba viva, junto a una hogaza de pan –su última cena– y un candil. Tristes regalos finales. Una vez más, fue Plutarco quién dejó constancia de ello, aunque difería en algunos detalles con la versión más extendida de este castigo:
«Se prepara una habitación subterránea, de escasas dimensiones, con una bajada desde arriba. Dentro de ella se encuentra una cama vestida, una antorcha ardiendo y unos pocos alimentos de los que son indispensables para la vida. A saber: pan, agua en un cántaro, leche y aceite. Como si tuvieran por sacrilegio que muera de hambre una persona consagrada a los más importantes misterios. […] No existe un espectáculo más sobrecogedor, ni la ciudad vive un día más triste que aquel. […] Cuando llega la litera hasta el lugar, los asistentes desatan las correas y el sacerdote oficiante, después de hacer ciertas e inefables imprecaciones, la coloca sobre la escalera que conduce hacia la morada de abajo».
Todo acababa en el más amargo silencio. El sacerdote se retiraba junto a toda su comitiva. A la par, la vestal bajaba la cuesta hacia su lugar de descanso eterno. Y, para terminar, un golpe seco. «Una vez que aquella ha descendido, se destruye la escalera y se cubre la habitación echándose por encima abundante tierra, hasta que queda el lugar a ras con el resto del montículo. Así son castigadas las que pierden la sagrada virginidad», escribía Plutarco. Casio era más escueto: «Las colocan dentro de una muralla en un lugar preparado bajo tierra».
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Aunque no todas acababan así. La humillación era tan dolorosa que muchas de ellas preferían suicidarse antes; normal, según muchos expertos, para unas jóvenes que atesoraban un inmenso prestigio público. Rosalía Rodríguez, autora de 'La violencia contra las mujeres en la Antigua Roma', es partidaria de que la muerte por inanición era lo más vergonzante de la pena, ya que las equiparaba a damas corrientes. Y es que, en la práctica, este tipo de defunción «es una forma que copia a la de las mujeres comunes, de ejecución discreta y doméstica, silenciada e invisible». Con todo, apenas hay registradas una decena de estas penas en la historia. La mayoría de los castigos consistían era un sesión de azotes aplicados por el Sumo Pontífice.
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