Desvelan la verdad tras la superprisión nazi inexpugnable: «Los oficiales mantuvieron relaciones homosexuales»

Por eso todos sus libros tienen algo de ese doble juego tan típico de los espías. El último, 'Los prisioneros de Colditz' (Crítica), no iba a ser menos. «Crecí con la idea más mitificada de esta cárcel alemana para oficiales aliados. Me metieron en la cabeza que todos los reos eran militares valientes y honorables que anhelaban escapar», explica. Pero no. La realidad, triste a veces, es que allí dentro había de todo; desde héroes, hasta «seres humanos que eran una auténtica basura». La clave es que, al terminar la Segunda Guerra Mundial, muchos supervivientes se pusieron la máscara del oficial perfecto; y vaya si engañaron al viejo continente.

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Quién mejor para arrebatarles esa careta que un maestro de las sombras como Macintyre. Lo más irónico es que, para ello, ha utilizado más de dos millares de horas de grabaciones a guardias y supervivientes de Colditz que el 'Imperial War Museum' tenía escondidas en sus archivos. Las escuchas, el arma perfecta de los servicios secretos. «Son inéditas; se hicieron en los años ochenta, cuando ya se sentían libres para hablar de todo. Entonces se abrieron de verdad», admite.

Pero, como lo cortés no quita lo valiente, Macintyre se adentra también en la historia más canónica. Según afirma, este castillo ya custodiaba una colina de Sajonia elevada 45 metros sobre el río Mulde durante la Edad Media. Aunque fue siete siglos después cuando saltó a la fama gracias al régimen nazi. Antes de la guerra, Hitler lo transformó en sanatorio mental primero, en campo de pruebas para sus matanzas selectivas después y, al final, en cárcel de alta seguridad; una suerte de Alcatraz nazi sobre las rocas. El capitán Pat Reid, inquilino de privilegio, la definió como una prisión «hermosa, serena, majestuosa y, sin embargo, lo bastante amenazadora para que nos sintiésemos desolados».

Hollywood, fábrica de mitos, bebió de la faceta más cinematográfica del castillo; la de cárcel en la que más intentos de fuga se sucedieron. Y, aunque obvió otras tantas, no mintió. Macintyre no tiene remilgos en confirmarlo y en enumerar los planes que más le han llamado la atención. El del túnel 'Le Métro' todavía le estremece: «Fue el mejor de todos. Una obra de ingeniería extraordinaria. Los franceses excavaron con alambres y patas de cama un corredor bajo la prisión de 152 metros de largo. Fueron descubiertos poco antes de terminarlo». Aunque no quiere quitar méritos al resto de reos. «Cada grupo hizo el suyo: los polacos, los neerlandeses... Se creó una verdadera guerra entre naciones por hacer el mejor», completa.

Pero el tigre no es nunca tan fiero como lo pintan. A pesar de que el régimen nazi vendió al viejo continente que Colditz era inexpugnable, o una «supercárcel para prisioneros problemáticos», como la define Macintyre, la realidad es que la ratonera contaba con mil y un vías de escape. «El oficial al mando confesó que no había peor sitio para levantar una prisión. Tenía diez siglos, muchos túneles construidos para actualizar los sistemas de drenaje, rincones recónditos... Era un lugar perfecto para buscar rutas de huida». Este es el primero de los muchos mitos contra los que arremete; y vaya si hay, «como para hacer un libro», según esgrime el autor con sorna.

En este punto deja a un lado su faceta de espía para enarbolar la bandera del buen periodista. Lo que más le ha sorprendido es que, dentro de Colditz, los mismos prisioneros contaban con un sistema de castas muy marcado: «Estaban los aristócratas –duques y familiares de grandes personalidades–, la clase media –oficiales de academia– y los sirvientes personales de todos ellos». Y los intentos de fuga del castillo, esos que nos han vendido una y otra vez el cine y la televisión, eran patrimonio de los dos primeros grupos. «El Comité de Fugas, como se llamaba, no permitía que los estratos más bajos se marcharan. Lo tenían prohibido», completa.

El ejemplo más claro de ese sistema de castas tiene nombres y apellidos: Douglas Bader, un piloto de la 'Royal Air Force' que perdió las dos piernas en un accidente de aviación antes de la guerra y que es considerado como un héroe en Gran Bretaña. «Su paso por Colditz nos demuestra que era una mierda de ser humano». Las palabras de Macintyre resuenan en la sala; tras ellas se oye alguna carcajada. Lejos de recular, se reafirma. «Era un monstruo, arrogante, egoísta, desagradable con todo aquel que consideraba inferior...». Y pone por delante los datos. «Cuando ofrecieron la libertad al subalterno que le ayudaba en la cárcel, Bader le impidió marcharse. Tuvo que quedarse dos años más allí». Eso, recuerda, no sale en en popular juego de mesa con el que creció.

A cambio, su obra exculpa en parte al ejército alemán, la 'Wehrmacht'. Los testimonios han desvelado que, mientras las temibles e ideologizadas SS no pisaron la prisión, se respetaron las máximas establecidas en los Convenios de Ginebra y apenas hubo ejecuciones. Otro tirón de orejas para los partidarios de la leyenda negra. De hecho, Macintyre vertebra el ensayo con los testimonios de Reinhold Eggers, jefe de seguridad de Colditz: «Era un anglófilo que jamás se afilió al Partido Nazi. Es verdad que, al haber trabajado como maestro de escuela, regañaba mucho a los reos, pero le horrorizaban las ejecuciones y no cometió ninguna barbaridad».

Aunque si de algo se siente orgulloso es de haber desvelado el lado más personal de los prisioneros. Su día a día, sus relaciones personales y sus intimidades más recónditas. Modesto, o eso parece, el periodista esboza una sonrisa cuando da un pellizco de monja a todos los supuestos expertos que le precedieron: «Ninguno de los 72 libros que se han escrito sobre el tema explica que hubo relaciones homosexuales entre los oficiales aliados. Historias de amor que ocultaron hasta su vejez para evitar el escarnio». A golpe de horas de trabajo, Macintyre ha escuchado el testimonio de muchos de ellos: «Se te parte el corazón porque sabes que lo están contando por primera vez».

Por las páginas del ensayo desfila todo esto, pero también varias historias de espías. «¿Acaso lo dudabas? No podían faltar en una de mis obras», añade. Le preguntamos por una que le haya llamado la atención y pone mil ejemplos. Toca afinar. «¿Cuál es la que más le gusta?». Se detiene, casi como si eligiera entre mamá y papá: «En el pueblo de al lado un grupo de agentes se dedicó a reunir datos de la prisión para enviarlos a Gran Bretaña. Su trabajo fue clave». Aunque a la velocidad del rayo completa que «otros tantos escondieron mapas en los libros de la biblioteca». No se decide.

La última pregunta se aleja un poco de la historia pura y dura. «Muchos prisioneros buscaban escapar de allí... ¿Ben Macintyre escapa de algo?». El silencio por respuesta, pero el entrevistado se rehace rápido: «¡Nunca lo había pensado!». El maestro de espías declara que, hoy por hoy, se ve como un hombre libre y afortunado, aunque admite que ha pasado por momentos en los que se ha sentido atrapado. «He estado casado varias veces, te puedes hacer una idea...». Aflora de nuevo una sonrisilla pícara; ha decidido despedirse con un toque de humor inglés. Ya avisó: no sabe guardar secretos.