El turbio periplo de la calavera calcinada de Hitler: el eslabón que desveló el gran misterio nazi
Los restos del ‘Führer’ viajaron por media Europa hasta que terminaron, supuestamente, en Rusia, donde fueron sometidos a varias pruebas hace un suspiro
Dos sabios consejos que Hitler despreció y le hubieran hecho aplastar a sus enemigos en la IIGM

- Comentar
- Compartir
El presunto enigma de la muerte de Adolf Hitler ha estado ligado siempre a la Unión Soviética. Al fin y al cabo, fueron los soldados del Ejército Rojo los que accedieron en primer lugar al búnker de la Cancillería –el último reducto del águila nazi– y los que, un suspiro después, hallaron lo poco que quedaba del ‘Führer’, de su amada Eva Braun y del matrimonio Goebbels. Ellos fueron los que, desde el primer instante, insistieron en que no estaban seguros de que el matrimonio hubiera fallecido en Berlín. Y, poco después, los que organizaron una rueda de prensa para plantear la posibilidad de que hubiera escapado en un submarino a través del Atlántico.
Pero, por mucho que le duela a los conspiranoicos, la versión de su suicidio y la de la quema de los restos de Hitler y Eva ha sido la más enarbolada por los historiadores y la prensa de la época.
El ejemplo más claro es que el mismo ABC, que cubrió toda la Segunda Guerra Mundial a través de sus páginas, la dejó caer ya en abril de 1945 y, meses después, volvió a insistir en ella: «Un sargento de las SS ha confirmado que presenció cómo Hitler se dio un tiro y Eva Braun se envenenó por vía oral en la tarde del 30 de abril. También que sus cuerpos fueron quemados poco después en el búnker de la Cancillería».

Lo que no se puede negar es que el paradero de los restos de estos grandes jerarcas ha estado siempre rodeado por una niebla de secretismo. Tras ser hallados, en mayo de 1945, fueron enterrados de forma provisional en un bosque cerca de la ciudad alemana de Rathenow. El objetivo era evitar que su lugar de descanso eterno se transformara en un centro de peregrinación para extremistas o antiguos miembros de las SS. ¿Por qué no se incineraron entonces para acabar de forma definitiva con el problema? Según explicó en los sesenta Orlovski, un antiguo oficial del Ejército Rojo a la revista Blanco y Negro, por problemas de operatividad. Ni más, ni menos:
«En 1945 me encargaron el cometido especial de vigilar los cuerpos de Hitler y de Eva Braun, y de organizar su identificación. Sabíamos que Stalin dudaba del suicidio y creía que el ‘Führer’ había escapado. No los quemamos porque, en 1945, no había ningún crematorio en marcha. Los huesos no se pueden quemar rociándolos con gasolina. Hace falta una temperatura más elevada».

Allí permanecieron hasta el 21 de febrero de 1946, cuando fueron trasladados por los mismos rusos a un enclave secreto ubicado en una base militar de la zona soviética de Alemania Oriental. El lugar resultó ser la ciudad de Magdeburgo, al suroeste de Berlín. El problema, como bien explicó el propio Orlovski a la revista, era que, en cuanto la ubicación saltaba a los medios, la tumba se convertía en un santuario: «El lugar de las sepulturas era vigilado de forma periódica, pero un día nos percatamos de que alguien había intentado excavar la tierra». Por eso las continuas idas y venidas.
Por ello, su periplo no se detuvo en ese punto. Más de tres décadas de descanso después, y en plena Guerra Fría, el director del KGB, Yuri Andrópov, solicitó permiso para exhumar los restos de todos los jerarcas y acabar con ellos. Según se hizo público hace menos de una década, el gobierno permitió al agente acometer esta tarea y los huesos de Hitler, Eva Braun y el matrimonio Goebbels fueron desenterrados e incinerados en la ciudad de Schönebeck. La operación se hizo de una forma sencilla, pero efectiva: sobre una pira improvisada en un descampado. Fue el último adiós del dictador.

Poco a poco, lo que quedaba de ellos fue deshecho hasta que no quedaron más que unas pocas cenizas que fueron arrojadas al río. Una vez más, el objetivo era evitar que alguien descubriera su paradero; acabar con el magnetismo que, incluso después de muerto, podía generar el ‘Führer’ entre sus seguidores. Así lo narró ABC en un reportaje publicado en 2009: «La incineración se llevó a cabo el 4 de abril de 1970 en un descampado a 11 kilómetros de Magdeburgo. Las cenizas fueron arrojadas al río Biederitz. De todo esto se habló por primera vez en Rusia en septiembre de 1992, cuando fue mostrado por televisión un documental sobre la muerte del dictador».
Sin embargo, los servicios de inteligencia rusos decidieron quedarse con un último recuerdo para su colección personal: el supuesto cráneo de Adolf Hitler, que contaba con un agujero de bala en la mandíbula. La calavera en cuestión fue escondida hasta el año 2000, cuando Vladimir Putin permitió que fuera exhibida en una exposición junto a un centenar de documentos desclasificados sobre el Tercer Reich. El plan no le salió todo lo bien que hubiera querido, pues un profesor de Arqueología de la Universidad de Connecticut llamado Nick Bellantoni afirmó que, tras haber conseguido de forma poco ortodoxa un trozo de esta reliquia, había descubierto que no era de un hombre, sino de una mujer joven. Rusia, como era de esperar, le acusó de mentir.

La controversia con la calavera se mantuvo hasta la última década, cuando el periodista galo Jean-Christophe Brisard y su equipo consiguieron acceso al cráneo y lo sometieron a varias pruebas para establecer su origen. Las conclusiones fueron determinantes y llegaron gracias a las prótesis dentales: los restos eran de Adolf Hitler. Misterio resuelto, aunque con setenta años de retraso. O eso se ha esgrimido a nivel oficial, ya que tanto el experto como el ensayo en el que contó los pormenores de su hallazgo –titulado ‘La muerte de Hitler’– han recibido una cantidad de críticas equivalente a la importancia del hallazgo.
Ver los comentarios