«¡Españoles, a Marruecos!»: la noche que se desató el infierno de África 60 años antes de Annual
Desde que se produjo el primer enfrentamiento con los marroquíes en 1859, en las guerras contra el país vecino se han forjado cinco presidentes del Gobierno, un jefe de Estado, un vicepresidente y siete ministros. También han muerto decenas de miles de españoles… y este fue el principio
'El general Prim en la guerra de África', cuadro de Francisco Sans Cabot
Desde que comenzó la Guerra de África en 1859 , Marruecos ha sido un territorio imprescindible para el desarrollo de España. En primer lugar, por su fuerte tradición militar. Y en segundo, porque muchos de los oficiales y generales que forjaron su experiencia allí, entre ... trincheras, bombas y cabilas, acabaron ascendiendo a puestos relevantes de la política española. Nada menos que un jefe de Estado, cinco presidentes del Gobierno, un vicepresidente, siete ministros, cinco altos comisarios y buen número de cargos militares de responsabilidad nacional hasta que abandonamos la colonia en 1975.
En ‘ Los generales de África ’ (Almuzara, 2017), Juan José Primo Jurado cita a Prim y sus victorias en Wad Ras y Castillejos; Miguel Primo de Rivera, en el Desembarco de Alhucemas; José Cavalcanti, en la carga de Taxdirt, donde salvó a un grupo de soldados españoles de una muerte segura; el capitán general Felipe Navarro y la masacre del Monte Arruit; Silvestre y Berenguer, en el Desastre de Annual; Kindelán, en la creación de la aviación militar; Millán Astray, en el nacimiento de la Legión, y Oswaldo Capaz, en la conquista del Ifni.
Como apunta también el célebre historiador estadounidense Stanley G. Payne, no son muchos los españoles que han reivindicado estas hazañas y sacrificios. Asegura que somos el país con el sentimiento patriótico más pequeño de toda Europa occidental. De ahí que el público tienda, únicamente, a recordar episodios como el de Annual, donde murieron más de 10.000 soldados, en una tragedia de la que hay una información abundante. Como el famoso libro de Ramón J. Sender, donde contó posteriormente cómo las mujeres indígenas seguían a la retaguardia mora torturando y rematando a los heridos, arrancándoles las muelas mientras estaban vivos para hacerse con el oro de las fundas y los empastes.
El principio
Pero si tenemos que ir al principio de este enfrentamiento con los marroquíes, debemos remontarnos a mediados del siglo XIX, cuando las potencias europeas estaban inmersas en la carrera por el reparto de África. Francia, la potencia hegemónica y nuestro principal rival en el Mediterráneo, se había apoderado en 1830 de Argelia. España, en cambio, había perdido la mayor parte de sus posesiones en ultramar y se hallaba desgarrada por las guerra carlistas , lo que había situado a la Monarquía en una situación de inestabilidad política y económica. Y a pesar de ello, los gobernantes españoles seguían soñando con grandezas imperiales que habían pasado a la historia.
Durante la legislatura del presidente O'Donnell en la segunda mitad de siglo, España emprendió una política exterior agresiva, participando en numerosos conflictos en el extranjero. «Intentaba demostrar al mundo que aún tenía un hueco en la escena internacional, algo que ya no resultaba creíble. Era la vieja fórmula de buscar en el exterior, la solución a los problemas internos», explicaba Manuel Florentín en su artículo ‘La guerra de África’ , publicado en la revista ‘Historia y Vida’ en 2005. Y como se producían incidentes con los africanos en Ceuta y Melilla desde principios del siglo XIX, lo aprovechó.
Estaban protagonizados por las tribus bereberes nómadas que habitaban en el norte de Marruecos y Argelia, que intensificaron sus ataques en 1843 y 1844. Llegaron, incluso, a ocupar el perímetro defensivo establecido por España en torno a Ceuta y a asesinar a un agente consular español poco después. El general Ramón María Narváez , entonces presidente del Gobierno, protestó ante el sultán Muley Soleiman de forma tan enérgica que casi adelantó la guerra 15 años. De hecho, Gran Bretaña y Francia tuvieron que mediar y lograr que el sultán firmara en Tánger un acuerdo con España, ratificado en 1845 en el Convenio de Larache, donde se fijaban los límites de ambas ciudades.
«Sombras furtivas»
A pesar de ello, Ceuta y Melilla continuaron sufriendo incursiones por parte de las tribus africanas, además de ataques a nuestras tropas destacadas allí. Así llegamos a la olvidada noche del 10 de agosto de 1859, que el historiador Julio Albi de la Cuesta cuenta así en «¡Españoles, a Marruecos! La Guerra de África» (Despertaferro, 2018): «Sombras furtivas se afanan en torno a un edificio en construcción. Jadeantes, con palos y medios de fortuna destruyen las paredes apenas levantadas. Terminada la labor, se pierden en la oscuridad. A la mañana del día siguiente, el gobernador militar de Ceuta, Ramón Gómez Pulido, envía a un subordinado a pedir explicaciones a la autoridad marroquí más próxima, el alcaide del Serrallo, un vetusto palacio situado a corta distancia de los muros de la plaza».
El representante del sultán Abderramán se mostró sorprendido por la noticia del ataque, que atribuyó a un desmán de la arisca cabila de Anghera. Sabía que podía provocar un enfrentamiento de consecuencias gigantescas con las autoridades españolas, como así fue. Y es que, tras llegar a la presidencia un año antes, O’Donnell habían iniciado una serie de obras en los campos aledaños para dotar a las dos plazas de mejores defensas. Los cabileños utilizaron entonces el pretexto de que los españoles realizaban incursiones en su territorio para realizar el mencionado ataque, en el que destrozaron dichas obras en el puesto de guardia de Santa Clara, en el perímetro defensivo de Ceuta, y los escudos que señalaban la línea de demarcación.
El cónsul español en Tánger presentó un ultimátum ante el sultán de Marruecos, Abd al-Rahman , en septiembre de 1859. En él le exigía la restitución de los escudos fronterizos españoles y que fueran saludados por sus tropas, además de que los malechores fueran castigados en medio de la vía pública. «Si el sultán se considera impotente para ello, decidlo prontamente y los ejércitos españoles, penetrando en vuestras tierras, harán sentir a esas tribus bárbaras todo el peso de su indignación y arrojo», advertía el final del documento.
Estalla la guerra
El sultán falleció poco después y su hijo Mohamed IV nunca cumplió el requerimiento del presidente español. Como el general O'Donnell era un hombre de gran prestigio militar y consciente de que en la prensa se reclamaba una respuesta decidida, declaró la guerra a Marruecos a finales de octubre de 1859. Los argumentos utilizados —la falta de seguridad en las fronteras y el honor mancillado— apelaban al creciente fervor patriótico, de manera que la sociedad en conjunto acogió la declaración del conflicto con entusiasmo.
La reacción popular fue unánime y todos los partidos políticos representados en el Congreso de los Diputados aprobaron la declaración por unanimidad , incluso la mayoría de los miembros del Partido Democrático, la Iglesia y una gran cantidad de intelectuales. Incluso la Reina Isabel II ofreció sus joyas para financiar la contienda. A finales del mes de noviembre, y gracias a la gran cantidad de voluntarios que se presentaron voluntarios, el contingente español ya sumaba 38.000 hombres, mientras que el sultán improvisó una milicia de 25.000, entre tropas regulares, mal adiestradas y desorganizadas.
En Málaga, el general Antonio Ros de Olano pasó revista a siete batallones que marchaban al frente con estas palabras recogidas por «La Gaceta de Madrid» el 1 de diciembre de 1859: «Las tropas se presentaron en un estado brillantísimo de equipo y ejercicio militar, llamando la atención por su escogido personal y la marcial apostura de todos sus oficiales. En todos los semblantes se revelaba el ardiente deseo que tienen estos valientes de ir a compartir las penalidades y las glorias con sus dignos compañeros que ya están en África».
La «Guerra Romántica»
Albi asegura que el conflicto pasó a la historia como la «Guerra Romántica», porque en ella se dieron muchos ingredientes propios de los grandes enfrentamientos del pasado: cargas de coraceros con refulgentes cascos metálicos, agrestes cabileños de chilabas rayadas, lanceros con banderolas multicolores, la legendaria Guardia Negra, audaces cornetas casi niños, bellas hebreas, presidiarios encadenados que parecían salidos de «Los Miserables», caballería marroquí medio fantasmal, misteriosas ciudades santas, caravanas ondulantes de camellos y ataques con bayoneta y banderas desplegadas al compás de charangas.
Sin embargo, muchos historiadores que defienden que, en realidad, la experiencia marroquí, lejos de su idea romántica, lo único que hizo fue aportar grandes beneficios a una minoría de empresarios. Al erario público le costó 236 millones de reales que tuvieron una gran repercusión en la crisis general que se desencadenó entonces. Además, todos esos elementos románticos que enaltecieron el país y sus políticos, escondían una campaña improvisada, lanzada en la peor época del año y con medios navales insuficientes. Nuestros soldados estaban mal equipados para protegerse de las fuertes lluvias y para librar una serie de batallas inútiles y costosas. Y en la sombra, el cólera insidioso, matando a diestro y siniestro, más feroz que las balas. El infierno se había desatado y ya no había vuelta atrás.