Respingo en el frenopático
A las pruebas hoy mismo presentadas nos remitimos: si haces una película en un gimnasio, es probable que te salga una comedia; si la haces en la terminal de un aeropuerto, un drama y, si clavas la cámara en un manicomio, muy mal se tienen que poner las cosas para que no te salga una de terror. Tampoco le ha buscado tres pies al gato William Butler, quizá porque llevaba una década sin dirigir y más vale apostar sobre seguro. Así, con media batalla ganada sólo en cuestión de localizaciones, Butler abre el grifo de la máquina de picadillo esquizofrénico con la historia de un estudiante de medicina con cara de cuarto y mitad de vajilla de porcelana que se mete a hacer prácticas en, literalmente, la boca del lobo: un desenfrenado frenopático sobre el que planea una maldición fantasmal con malas pulgas. Con unas bases tan reconocibles y un final-shock que nos lo vamos oliendo desde el primer mordisco, la película no tiene más remedio que cargar sus tintas en eso tan socorrido que viene a llamarse «la atmósfera»: un visto y no visto, un sobresalto-fogonazo, un tembleque demente y demás erotismos terroríficos, aunque tampoco hay que hacerle ascos, en estos tiempos que corren, a unas gotas de gore «hardcore».
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