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Reflejos invertidos

Una lectora -¿quizá una de las tres o cuatro que todavía me soportan?- me reprocha los denuestos que en otro artículo dirigí a la principesa Diana, y aventura: «Algo bueno tendría, siquiera su amistad con Teresa de Calcuta». La mención a aquella hermosa virgen esquilmada por la artrosis y su emparejamiento con la principesa Diana me ha recordado cierta frase de Borges: «También imaginaron que nuestros actos proyectan un reflejo invertido, de suerte que si velamos, el otro duerme, si fornicamos, el otro es casto, si robamos, el otro es generoso». Cuando, hace cinco años, coincidieron las muertes de Teresa de Calcuta y de la principesa Diana, entendí que la casualidad (¿causalidad?) no obedecía a un mero capricho del azar, sino a una pavorosa y calculada simetría que clausuraba la existencia de dos espíritus antípodas.

Tentado estuve entonces de escribir un relato inspirado en aquellas dos mujeres tan disímiles. Su argumento podría resumirse en unas pocas líneas. Dos personas de caracteres opuestos y hábitos inconciliables viven en lugares distantes y cultivan aficiones y virtudes, vicios y veleidades contradictorios; nada entre ellas las aproxima, pero a pesar de ello -o precisamente por ello- las une un indescifrable vínculo de acciones y omisiones, de pecados y penitencias que las convierte en el anverso y el reverso de una misma moneda. Un día, esas dos personas llegan a conocerse (la anciana de Calcuta y la principesa rubia coincidieron, en efecto, en alguna leprosería que la primera asistía y la segunda visitaba, en algunas de sus giras de caridad turística); entonces descubren que su vida no puede explicarse sin el complemento de la otra, y que a la muerte de una de ellas se sucederá, infaliblemente, la extinción de la otra. No llegué a escribir este cuento de asunto fantástico por temor a incurrir en el pastiche borgiano; pero dentro de mí siempre ha aleteado la creencia mágica de aquellas dos mujeres antípodas equilibraban, para la insondable divinidad, los platillos de una balanza.

No creo que la muerte dignifique a quien, en vida, fue una petarda hipocritona que maquillaba con caridades profilácticas sus horas entregadas a la molicie y la banalidad. Tampoco creo que una póstuma canonización vaticana vaya a santificar a quien ya fue santa en vida, desde el preciso instante en que descubrió que Dios anida en el rostro de sus criaturas más afligidas. Cinco años después de la muerte de aquellas dos mujeres antípodas, los medios de adoctrinamiento de masas dedican epicedios cursilones a la principesa rubia; y sólo algunas semblanzas -magnífica la que Eva Merino publicaba ayer en Los Domingos de ABC- a la Santa de Calcuta, cuyo recuerdo resulta demasiado incómodo y oneroso. Y es que la principesa rubia personifica a la perfección esa «caridad de lejanías» que tanto tranquiliza nuestras conciencias: siguiendo su ejemplo, podemos apadrinar (previo desembolso de un euro) a un niño de la Cochinchina, o emplear nuestros ratos libres en la visita a orfelinatos, mientras sonreímos al fotógrafo que inmortaliza nuestra buena acción. La enseñanza de la Santa de Calcuta es mucho más costosa: la verdadera caridad es aquella que mira calladamente, sin alharacas propagandísticas, a los ojos de cada hombre que sufre. Santa Teresa de Calcuta murió en el desempeño de esa misión obcecada, consumidita y más pobre que las ratas; la principesa Diana pereció mientras huía de los paparazzi, después de zamparse una ración de caviar o angulas con su amante multimillonario (quizá ordenasen enviar las sobras al tercer mundo, mediante valija diplomática). Ambas tuvieron la muerte que se merecían. Y, para responder a la lectora que me ha inspirado este artículo, diremos que, en efecto, algo bueno tuvo la principesa Diana: fue el «reflejo invertido» de una Santa que enalteció la condición humana.

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