análisis
Dos victorias no celebradas
Los que prometen la independencia para mañana son considerados chiflados por los independentistas
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Iniciar sesiónLas dos grandes victorias que España no ha celebrado son las conseguidas contra el independentismo catalán y el terrorismo vasco. Han sido dos victorias apoteósicas y además ejemplares de cómo una democracia moderna resuelve sus problemas. Fue el Estado con la Ley, con la fuerza ... y con sus alianzas internacionales. Se impuso sin que ninguna otra democracia, autocracia o dictadura del mundo entero se lo discutiera. Ni los más escrupulosos y legalistas Estados democráticos de nuestro entorno, ni los dictadores o tiranos con los que, por motivos obvios, en tantos otros asuntos estamos enfrentados. Que hoy Esquerra y Bildu den apoyo al Gobierno y voten los Presupuestos, y estén plenamente incorporados a la dinámica autonómica en sus respectivas regiones es un apoteósico triunfo cuyo aniversario España tendría que celebrar como su mayor logro desde la Transición, e incluso más.
Porque si en 1975 todo el mundo era capaz de entender que un país como el nuestro necesitaba transformarse en una democracia, y a todo el mundo le convenía, la inestabilidad de 2017 podía resultar interesante a los que querían, y todavía quieren, como tristemente estamos comprobando, desestabilizar Europa. Fue un éxito sin precedentes de la diplomacia española que ningún Estado reconociera la independencia de Cataluña. Fue una demostración de seriedad y de solvencia del Estado, que la mitad de los que la habían declarado se fugaran al día siguiente –no la reconocieron ni ellos– y la otra mitad –no reconociéndola igualmente– se entregara a la Justicia, pagándose de su bolsillo el billete del AVE que les llevó de Barcelona a la cárcel. Hacía muchos años que Europa no veía imponerse a una democracia de un modo tan nítido, tan sereno.
La única aparatosidad que le hizo falta a España fue partirle la ceja a una viejita, y fue sin querer. Sangró un poco, la curamos, y aquella misma noche durmió en su casa. Con la misma escrupulosidad juzgamos a los sediciosos y les condenamos; y con la misma magnanimidad, con la misma prerrogativa benigna que es la propia de las democracias avanzadas y seguras de sí mismas, les indultamos cuando hubieron pasado algo más de tres años en la cárcel.
Hoy el independentismo catalán está desarticulado, roto por dentro y por fuera, destruyéndose en una guerra fratricida cuyo único beneficiario será el PSC. El círculo acabará de cerrarse cuando dentro de un año, o menos, Salvador Illa se convierta en el próximo presidente de la Generalitat. Mientras tanto, Junts se folkloriza en la marginalidad y ERC trata de resistir en el pragmatismo discreto, no organiza escándalos, participa del juego político y naturalmente de su mercadeo, exactamente lo mismo que el de los demás partidos. De igual modo proceden los independentistas vascos, con el añadido de que estos, además, hace dos días que mataban y se rindieron y entregaron las armas; y hoy hacen lo que tantas veces les dijimos mientras insistían en su actividad asesina: mientras nos matéis no conseguiréis nada, cuando os comportéis como personas civilizadas y aceptéis la democracia, ese será vuestro cauce para plantear lo que os parezca conveniente. La tan controvertida dispersión de presos no es ni puede ser un castigo añadido a la pena de los terroristas, sino una medida que sólo tuvo sentido para evitar su reunión y planificación de nuevos atentados mientras ETA estaba en activo. Cautiva, desarmada y derrotada la banda, no es ni siquiera legal obligar a que un preso de Amorebieta cumpla su condena en Tenerife o en Cádiz.
Que Pedro Sánchez administre con oportunismo y con cinismo esta apabullante victoria no nos puede llevar a pensar que la victoria no se ha producido, ni a actuar como si no se hubiese producido. Que este gobierno sea considerado por muchos un lastre para la prosperidad y la convivencia no significa que tengamos que renunciar al magnífico patrimonio de nuestra democracia, que puesta a prueba por dos enemigos de primer orden, y en un contexto internacional convulso y marrullero, dio una lección de nitidez y de superioridad difícil de encontrar en el Occidente libre desde la victoria en la Segunda Guerra Mundial.
El irredentismo independentista va de escisión en escisión hasta la total irrelevancia, hace el ridículo en público y pierde todas las elecciones a las que se presenta, incluso las internas, como le sucedió hace dos semanas a Laura Borràs contra Jordi Turull. Los que prometen la independencia para mañana son considerados meros chiflados por los propios independentistas, como Dolors Feliu, presidenta de la ANC, cuando en la manifestación de la última Diada exigió al presidente de la Generalitat, Pere Aragonès, que hiciera efectiva la independencia de Cataluña durante la segunda mitad de 2023. Junts está en la inanidad, con cada vez menos votos, alcaldes y diputados, y disimula con plebiscitos a sus bases lo que no sabe resolver con coraje político y con planteamientos creíbles. La CUP está tratando de sobreponerse al ridículo de que su única «exiliada», Anna Gabriel, volviera tranquilamente a España como la turista que en realidad es, declarara ante el juez, fuera puesta en libertad y regresara a Suiza a continuar con sus vacaciones pagadas.
Esquerra no sabe qué decir de la independencia e invoca remotas vías canadienses que ellos son los primeros que saben que no llevan a ninguna parte. En lo real están pidiendo la transferencia de Cercanías -que hay que reconocer que no puede contarse entre los éxitos de la modernización del Estado-, una mejor financiación para Cataluña y la reforma del delito de sedición, para homologarlo al de los países de nuestro entorno y que Carles Puigdemont pueda volver a casa sin demasiado drama.
Alguien nos llega a decir aquel 1 de octubre de 2017 que al cabo de sólo 5 años podríamos escribir este artículo y lo habríamos celebrado por anticipado, entre las urnas que nunca encontramos y los contenedores incendiados.
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