El juicio que nunca existió
El proceso de hace cinco años contra los líderes del independentismo en el Tribunal Supremo es hoy un recuerdo lejano e irreal tras la impunidad de la ley de amnistía
Feijóo confía en que «la justicia y la Unión Europea derroten la ley de Amnistía»
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Iniciar sesiónPablo Neruda se lamentó en un verso de lo poco que dura el amor y de lo largo que es el olvido. Se cumplen ahora cinco años del final del juicio contra los dirigentes independentistas en el Tribunal Supremo y parece que ha ... pasado una eternidad. Nada hacía presagiar en junio de 2019, cuando concluyó el proceso, que aquellos delitos serían amnistiados. Y que el olvido empezaría a borrar lo sucedido en aquella sala del Palacio de las Salesas. Algunos de los que asistimos al juicio empezamos a tener hoy la impresión de que aquello fue un sueño.
Era imposible imaginar entonces que algún día no demasiado lejano tendríamos que escuchar a Miriam Nogueras, diputada de Junts, jactarse en el Congreso de que el Estado de derecho ha sido derrotado por quienes intentaban destruirlo. «Hoy no se perdona, se gana», dijo. Y advirtió de que la aprobación de la ley no era más que el comienzo de otro 'procés' que acabará en la independencia de Cataluña. Gabriel Rufián remachó el clavo: «Es la primera derrota del régimen del 78».
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El juicio contra los independentistas comenzó el 12 de febrero de 2019 y acabó cuatro meses después. Comparecieron 422 testigos y se sentaron en el banquillo 12 acusados, entre los que destacaba Oriol Junqueras. La sala donde tuvieron lugar las sesiones era impresionante. Sus artesonados, las arañas de cristal, los frescos en el techo, los asientos de terciopelo rojo y los símbolos de la Justicia intimidaban a quienes no habían entrado jamás en un lugar que expresaba sin palabras el poder y el peso de la Justicia.
Llegar tres o cuatro días por semana al Palacio de las Salesas se convirtió en una rutina. ABC designó a tres periodistas para informar del juicio: Nati Villanueva, Luis Arechederra y yo mismo. Había en torno a dos centenares de profesionales que asistieron a las sesiones, por lo que el Supremo tuvo que habilitar la biblioteca y el salón de actos para darles cabida. Quienes no tenían acceso a la sala, seguían los testimonios a través de pantallas.
Una de las cosas que me quedó grabada es que, a pesar de las diferencias ideológicas, no hubo ningún incidente entre los periodistas. Pude mantener una relación cordial con los enviados especiales de publicaciones independentistas catalanas si bien era palpable en el ambiente que era aconsejable evitar conversaciones sobre el fondo del asunto. Los enfoques de los medios al día siguiente eran tan dispares como nuestras ideas.
El juicio fue una oportunidad para conocer el barrio desde la calle Génova a Chueca, desde La Castellana a la plaza de Santa Bárbara, donde madrileños y turistas se sentaban en las terrazas, ajenos al proceso. Mis compañeros de ABC y otros colegas comíamos habitualmente en el bar La Luna, en la calle Santa Teresa, regentado por un portugués. El menú costaba diez euros. La comida era casera y el trato, familiar. La esposa del dueño me comentaba que me había visto en la tele, algo que le hacía ilusión.
El recinto de las Salesas había sido construido por Bárbara de Braganza, esposa de Fernando VII, como convento y seminario a mediados del siglo XVIII. Tras varias remodelaciones, era la sede del Supremo desde 1878. Sus pasillos en torno al Patio de los Naranjos ofrecían una sensación de que el tiempo se había detenido en aquel lugar. Albergaba tesoros y reliquias, pero lo que más atraía la curiosidad es la silla del garrote vil en la que se ejecutaba a los reos de pena de muerte en el franquismo.
En el intervalo de las sesiones, los periodistas y los abogados salían a fumar, tomar un horrendo café de maquina y pasear por el Patio de los Naranjos, bajo cuya sombra me sentaba en un banco. Era el mejor momento para pensar en el enfoque de la crónica del día. Como todos mis compañeros, aprovechaba para hablar con la redacción y discutíamos los titulares.
Jerarquía hasta en el banquillo
En el interior de la sala, los siete jueces permanecían sentados en una larga mesa que daba la impresión de estar más alta que las sillas de los acusados. Manuel Marchena, el presidente, se situaba en el centro, franqueado por Andrés Martínez Arrieta, y Juan Ramón Berdugo. El magistrado Luciano Varela estaba a punto de jubilarse. Tomaban nota y asistían atentos a los testimonios. Parecían concentrados en la vista, algo que no era fácil tras más de ocho horas que duraban algunas sesiones. Algunas tardes, yo cerraba los ojos, vencido por el cansancio.
Los periodistas entrábamos en la sala tras los acusados, que llegaban a las Salesas en un furgón policial. A las dos, se interrumpía el juicio. Los presos comían en unas dependencias anexas. Había una clara jerarquía en el lugar que ocupaban. En la primera fila se sentaban Junqueras, Romeva y Forn. Los abogados se ubicaban a la izquierda de los acusados y los fiscales, que se alternaban en el ejercicio de sus funciones, a la derecha. Detrás, los periodistas y el público.
En las primeras sesiones, quedó la clara la estrategia de los defensores de impugnar la legitimidad del tribunal. Los abogados alegaron que el Supremo no era la instancia predeterminada por la ley, que se habían vulnerado los derechos de sus clientes en la instrucción del juez Lamela, que no había igualdad de armas y que, en suma, eran víctimas de acusaciones políticas sin amparo legal. Marchena desmontó todos y cada uno de esos argumentos, en algunas ocasiones, llamando la atención a los abogados.
En su primera intervención, dos días después del inicio, Junqueras subrayó su posición con estas palabras: «Se me acusa por mis ideas, no por mis hechos. Soy un preso político». Una línea de argumentación que hicieron suya Romeva, Cuixart y Sánchez. Jordi Turull apuntó que se había visto obligado a seguir un mandato popular que entraba en conflicto con la ley.
Entre los testigos citados, figuraban Rajoy, Soraya Saénz de Santamaría, Montoro y Zoido, ex ministro de Interior. Ninguno de ellos asumió directamente la responsabilidad de las actuaciones policiales, sugiriendo que el coronel Pérez de los Cobos había sido designado por el Gobierno para coordinar a la Policía Nacional, la Guardia Civil y los Mossos. En su testimonio, Enric Milló, delegado del Ejecutivo en Cataluña, detalló las amenazas y las intimidaciones que había sufrido su familia.
El 14 de marzo declaró el mayor Trapero, que comparecía como testigo y no como acusado en la causa. Los fiscales quisieron preguntarle si había advertido a Puigdemont de los riesgos de violencia en la calle en caso de celebrar la consulta, pero Marchena consideró no procedente la cuestión por una interpretación garantista de la legalidad. Al final del día, en un golpe de efecto que nadie había previsto, Marchena se acogió a una prerrogativa de la Ley de Enjuiciamiento Criminal para formular la pregunta a Trapero. La respuesta fue contundente: Puigdemont y el Govern sabían lo que podía suceder el 1 de octubre y no les importaba. Los periodistas tuvimos que reescribir las crónicas de aquel día.
Otros testimonios impactantes fueron los de los policías desplazados a Cataluña, que tuvieron que albergarse en el famoso Piolín, un barco en el que vivieron durante tres meses 800 miembros de la Guardia Civil y la Policía Nacional. Hubo agentes que fueron expulsados de los hoteles contratados, otros testificaron sobre insultos y agresiones y se pudieron ver imágenes en las que los que iban a votar lanzaban piedras y vallas a los servidores del orden público. La imagen de una revuelta pacífica quedó desmentida por las lacerantes declaraciones.
Uno de los momentos clave del proceso fue el vídeo presentado por la Fiscalía en el que Jordi Sánchez se dirigía en septiembre de 2017 a los concentrados frente a la consejería de Economía. Emulando la figura de Lenin, Sánchez instó a una insurrección popular contra la legalidad vigente tras un devastador ataque contra la Justicia. Las masas gritaban «no saldrán» para amedrentar a los funcionarios que habían entrado a registrar la consejería de Junqueras.
La retórica de Zaragoza
Si la solvencia jurídica de Marchena fue clave para que el juicio no se convirtiera en una algarada, el riguroso trabajo y la retórica ciceroniana de Javier Zaragoza, fiscal de sala del Supremo, proporcionó la base jurídica de la sentencia condenatoria. Pocas veces se ha visto una defensa del Estado de derecho y de la separación de poderes como la que protagonizó Zaragoza aquellos días. Alguien me contó que el fiscal había escrito varios cientos de páginas sobre el desarrollo del juicio, pero nunca han salido a la luz.
En las dos o tres últimas semanas, el calor era inusual en Madrid y sólo fue soportable mediante el aire que entraba por los grandes ventanales abiertos del salón. Solía descender las escaleras para sacar media docena de botellas de agua en la máquina de la planta baja para saciar la sed de mis colegas. Me viene a la cabeza la imagen de Pablo Ordaz, compañero de El País, sudando y escribiendo concentrado en el ordenador. Yo leía siempre sus magníficas crónicas, más tarde recopiladas en un libro.
La memoria es volátil y caprichosa, pero, sobre todo, es selectiva. Hay momentos del juicio que fueron seguidos por el público con enorme interés, pero la mayoría de las sesiones eran tediosas y aburridas. La monotonía era rota por testimonios como el de un mosso que se retractó de forma cobarde de lo que había dicho sobre el 'procés' o de una filósofa fascinada por Merleau Ponty que intentó burlarse del tribunal, por lo que fue seriamente reprendida por Marchena. Otros testigos sufrieron lapsus de memoria o se escudaron en la obediencia debida.
El 12 de junio de 2019 Marchena concluyó con el ritual «visto para sentencia». La mayoría de quienes se sentaban en el banquillo aprovecharon su última palabra para insistir en que volverían a desafiar al Estado. Hubo que esperar hasta el 14 de octubre para conocer el veredicto. Junqueras fue condenado a 13 años de cárcel e inhabilitación. Otros dirigentes importantes a penas entre nueve y doce años. El tribunal estimó que habían incurrido en un delito de sedición, pero no de rebelión, como solicitaron los cuatro fiscales del caso. Es imposible saber lo que sucedió en las deliberaciones de los siete jueces, pero es lícito suponer que la sedición fue el punto de encuentro de los magistrados para evitar votos particulares.
La respuesta a la sentencia de los independentistas catalanes en la calle no se hizo esperar. Destrozos de comercios y mobiliario urbano, saqueos, incendios y cortes en las comunicaciones son imágenes que conmovieron a los ciudadanos de toda España. El ministro del Interior prometió llevar ante la Justicia a los vándalos que ahora han sido amnistiados.
Tras una de las sesiones del juicio, iba caminando detrás de algunos abogados en la plaza de las Salesas. Hablaban de la estrategia para desprestigiar al tribunal y desacreditar la causa. No lo consiguieron. Pero lo que no imaginaban es que sus clientes serían indultados, que el Código Penal sería reformado y que la amnistía dejaría impunes aquellas conductas.
Como decía Neruda en sus versos, el olvido es muy largo. Han ganado, en palabras de Nogueras, quienes se sentaron en el banquillo y han perdido los jueces y fiscales. Algunos de ellos se preguntarán hoy por qué y para qué.
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