«Mi vecino es un camello»: vivir pared con pared con un narcopiso
En la calle del Amparo, en Lavapiés, se suceden las viviendas que venden droga: hay dos en menos de 10 portales
La Policía desaloja las casas, pero los traficantes siempre regresan. En un año ha habido medio centenar de detenidos
Lavapiés, tras La Quimera: «Hay jeringuillas en los portales, atracos y se drogan en la calle. Hay miedo a salir de casa»
Madrid
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Iniciar sesiónEs la primera vez en casi tres años que Rafael se atreve a tender, sin preocupaciones, su ropa en las cuerdas que surcan las alturas de la corrala de Lavapiés en la que vive, en la calle del Amparo. En la entrada del bloque han ... pegado un cartel, no se sabe si a modo de recordatorio o de súplica: «Por favor, vecinos, al entrar y salir aseguraos que la puerta queda bien cerrada». Algunas palabras están subrayadas para que no pasen desapercibidas. La petición no es cuestión baladí. El vecino de Rafa es un camello y al otro lado de la pared ha montado un narcopiso, uno de los que más trasiego de toxicómanos soporta del centro de Madrid.
Tal es el ir y venir que la comunidad ha encargado una cerradura de seguridad para el portal. «Hubo un momento en que la llave la tenía toda la plaza de Nelson Mandela, por eso tuvimos que cambiarla«, afirma el morador, que reside de alquiler. Más de una vez se ha planteado irse por el negocio que se cocina en la vivienda de al lado. »¿Por qué me tengo que ir yo? Imposible tal y como están los precios«, recapacita luego.
Cristinel, que así se llama el susodicho, convirtió el día a día (y las noches, sobre todo) en un infierno para los vecinos de este bloque. Música, peleas y adictos consumiendo en cualquier punto. «En el pasillo de la corrala, que ya ves lo estrecho que es; en las escaleras; en la entrada..., van colocados como zombis», describe el afectado, que llegó al edificio hace tres años, cuando Cristinel, rumano y de 47 años, ya vivía también como inquilino de una vivienda que dejó de pagar. Porque Cristinel, además de camello, se convirtió en inquiokupa.
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«Cuando llegó, vivía con la novia, que no sabemos qué fue de ella. La situación empeoró hace dos años y medio... No podía ni tender la ropa», pone como ejemplo este sevillano afincado en Madrid. «Los yonquis salen colocados del piso y se ponen a lanzar escupitajos hacia el patio de la corrala. Tenía que volver a lavar todo. He tirado mucha ropa del asco; otra, la robaban«, añade. A un morador llegaron a tirarle el tendedero en una de las continuas peleas. »Un sinvivir«.
Pero eso se convirtió casi en un problema anecdótico. El colofón, lo que hizo que los vecinos dijeran 'basta', fue que Cristinel convirtió el edificio en un refugio para que los drogodependientes consumiesen. Iba y venían en busca de una dosis con la que calmar el mono. Como el suministrador dejó de pagar las facturas, le cortaron la luz. «El grito de guerra era su nombre. Así él sabía que había algún comprador en el exterior. Bajaba todo el rato a la calle, hasta que decidió dejar de hacerlo y rompió la cerradura para que ellos subiesen», dice Rafael, que ha perdido la cuenta de las veces que la comunidad ha tenido que cambiar la llave de acceso.
Le llamaron la atención y, resolutivo, ideó un nuevo método para poder continuar con su negocio: dar copias de la llave a sus clientes más asiduos. «Una noche no encontraba la mía; y uno de ellos, que esperaba al otro lado de la calle, la sacó de un colgante que llevaba al cuello. 'Espera que te abro', me dijo... Toda la plaza de Nelson Mandela tenía nuestra llave».
Ahora, el bombín lo ocupa una cerradura de seguridad, de la que no se pueden hacer copias. Los vecinos se hartaron, no querían vivir más con miedo, dominados, y dieron la voz de alarma a la Policía. El 10 de octubre, agentes de la Policía Nacional entraron en la vivienda de Cristinel gracias a la presión vecinal y las innumerables quejas. En el interior, hallaron cocaína, cocaína base y heroína, y se llevaron al camello engrilletado. Cuenta con antecedentes por venta de sustancias estupefacientes, hurto, estaba y malos tratos en el ámbito familiar. La Policía precintó la vivienda y el dueño la tapió. Tras salir de los calabozos –aseguran los vecinos– Cristinel volvió, martillo en mano, para intentar derribarla. No lo consiguió.
Laura (nombre ficticio) vivía en la planta de abajo del arrestado. Ahora respira tranquila, pero lo tiene claro: en enero, se muda. «Cuando había cerradura, se quedaban en la calle esperando hasta que alguno de los vecinos llegábamos y se intentaban colar. Yo trabajo de noche y siempre vuelvo mirando a la espalda por si vienen detrás», revela con temor. Un día, uno de ellos, amenazó con apuñalarla. «Déjame pasar, déjame pasar o te pincho«.
La joven paga 800 euros de alquiler en el que debe ser el único inmueble de Lavapiés al que no ha llegado la especulación inmobiliaria; tal vez porque sabían lo que se cocía dentro de uno de los pisos. «No compensa vivir con miedo. Lo que pasa aquí no es vivir. Se ponían a meterse en cualquier lado», coincide ella con el otro residente. En este edificio del Amparo los vecinos cruzan los dedos por que la situación se haya resuelto, pero no es la única construcción de la calle tomada por un camello.
Esta vía es una de las más afectadas por la concentración de los narcopisos, sobre todo desde que se desalojó La Quimera, un centro social autogestionado que terminó siendo un 'narco hotel'. Desde entonces, los yonquis deambulan por las calles de Lavapiés. Bajando la plaza de Nelson Mandela, Cristina y Victoria conviven con el negocio que ha montado una vecina de la segunda planta. Las separan menos de diez números de la casa de Cristinel. En su caso, la 'comerciante' llegó hace un año a «un edificio hasta entonces tranquilo», tras heredar el piso de sus abuelos. En doce meses, la Policía Nacional ha desmantelado dos veces este narcopiso. Pero ella vuelve, siempre vuelve.
«La lotería»
«Es una pesadilla, nos ha tocado la lotería», dice con ironía Victoria. Han instalado cámaras en las zonas comunes, para intentar dispersar a los compradores y frustrar la venta de droga, pero ha sido en vano. «De 18 viviendas, en las próximas semanas se van tres propietarios. Imagínate cómo estamos. Algunos vecinos están con ansiedad, medicados», cuentan ya sin esperanzas de lograr echarla.
«Los abuelos le dejaron en herencia otro piso más abajo, y de ahí la han echado los vecinos. En septiembre del año pasado se vino para aquí y entonces comenzó la tortura. De arriba para abajo van los toxicómanos», concluyen las afectadas, que tienen que convivir techo con suelo con esta camello de 32 años a la que la Policía se llevó por última vez en abril de este año. Ya la habían arrestado en octubre. Allí incautaron cocaína base, heroína, hachís, marihuana y benzodiacepinas, además de básculas de precisión y útiles para el menudeo. La vecina perfecta.
Vivir en la calle del Amparo se ha convertido en un calvario: los narcopisos la han tomado. Quienes resisten han colocado desde hace meses banderines amarillos en sus balcones, un grito silencioso contra la degradación En los últimos tiempos ha habido redadas similares en calles como Juanelo, Fe y Salitre que han dejado más de medio centenar de detenidos por comercializar con sustancias estupefacientes, algunos en pisos turísticos, pero la problemática continúa.
«Y va en ascenso», dicen quienes la sufren. «Aquí todo el mundo sabe lo que pasa pero nadie hace nada», añaden criticando la (no) gestión de las administraciones públicas, a las que piden que convoquen una mesa de trabajo en la que estén presentes ayuntamiento, Comunidad, Delegación del Gobierno, Policía y asociaciones vecinales. Hace un año se la prometieron, pero no ha llegado. Mientras contemplan con las manos atadas cómo la inseguridad se multiplica en un barrio del que sienten que les obligan a marcharse o a convivir pared con pared con narcopisos.
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