Los 'taxis de caballos' que daban servicio a todos «menos a los ebrios»
HISTORIAS CAPITALES
Tenían tarifas tasadas, y no estaban obligados a circular por calles sin empedrar o en cuesta
Cuando los taxis sustituyeron a los carruajes en España con «un precio soportable» y sin enfrentamientos

Dicen que los vehículos a motor comenzaron a llegar a Madrid en cantidad suficiente en los años 30 del siglo pasado. Pero hasta entonces, la fuerza motriz eran los coches de caballos. Y los de alquiler los puso en marcha, más de un siglo ... antes, un tal Simón Tomé, y por eso se les llamaba simones. Gallego de La Coruña, llegó a la capital con muchas ganas y muchas ideas, y esta de los coches de punto no fue la peor, sin duda.
A comienzos del siglo XX, todos los coches de caballos de alquiler eran conocidos popularmente como simones, y había tantas variedades de servicios como necesidades: por medio día, por horas, por carreras, por pesetas… Había coches que tenían paradas habituales, y hasta un proyecto de reglamento que se redactó en 1918, siendo alcalde Luis Silvela.
En él, se declaraba libre la industria de carruajes de alquiler en parada fija, aunque era el ayuntamiento el que fijaba la situación de estas paradas y el número de carruajes que podía situarse en cada una. Sobre los precios en la época, nada que ver con los actuales: una carrera con una o dos personas en el centro podía costar una peseta, y en las afueras era algo más cara: dos pesetas, y 0,5 más por cada cliente añadido.
Había paradas de servicio exclusivo para casinos, círculos y hoteles. Para obtener la licencia, igual que ahora, había que pagar una tasa, y la autorización tenía una validez trimestral, lo que obligaba a renovarla con mucha periodicidad y a mantener los carruajes en perfecto estado de revista.
Los precios del servicio los fijaba también el ayuntamiento, y dependían de la zona en que se moviera el vehículo: el primer límite se establecía en un perímetro que marcaban el paseo de la Florida, el de Rosales, Alberto Aguilera, Bravo Murillo, Ríos Rosas, para llegar hasta el hipódromo de la Castellana, López de Hoyos, Serrano, Diego de León, Velázquez, Lista, Príncipe de Vergara, Alcalá, O'Donnell, Ronda de Vallecas, Pacífico, estación de Mediodía (Atocha), la zona de Delicias, Embajadores, las rondas de Toledo y Segovia, y el paseo Virgen del Puerto. Todas estas eran las de tarifa de una peseta por viaje de una o dos personas, a precio igual de día que de noche.



Un segundo límite, más alejado del centro, iba de la Puerta del Ángel al paseo de Extremadura, el de Marqués de Monistrol, glorieta de San Antonio de la Florida, paseo de la Moncloa, más allá de Bravo Murillo, desde el hipódromo a los caminos de Chamartín y Maudes, puente de Ventas, cementerio de La Almudena, plaza de España, paseo de Yeserías, puente de Toledo, calle Antonio López, cementerio Sur, General Ricardos, y cementerio de San Justo. Hasta aquí, la tarifa se duplicaba: dos pesetas por viaje para una o dos personas. Había aún un tercer límite, para viajes más allá de estos términos, donde el coste era ya de 3 pesetas el viaje.
Los carruajes se utilizaban para muchas funciones: además de un trayecto habitual o circunstancial, también había los llamados 'servicios especiales', más normalizados por su asiduidad: para visitar los cementerios principales, para ir a la romería de San Isidro, para visitar la pradera del Corregidor el miércoles de ceniza, por ir a las estaciones de tren de Delicias, Navalcarnero y Arganda, a la plaza de toros, al hipódromo, al Vivero de Villa o a los Parques de Aviación, o a la Ciudad Lineal.
El reglamento exigía también una conducta muy tasada a los conductores: debían elegir siempre para sus trayectos el camino más corto o fácil. Los carruajes «se hallarán bien acondicionados y decentes, interior y exteriormente», con el número de licencia pintado al óleo en los cristales de los faroles y en el de la trasera. Los caballos deberían reunir «las condiciones de doma, salubridad y fuerza necesarias», y para ello había un revisor veterinario que se encargaba de reconocer a las caballerías y desechar las que no reunían las condiciones necesarias.
En cuanto a los viajeros, a partir de 8 años, pagaban. Estaban autorizados a llevar consigo pequeños bultos de mano, pero no más de tres. En el pescante, y previo ajuste de precios, se podría transportar un baúl o maleta. Los conductores no tenían obligación de meterse por caminos sin empedrar, y una vez que anochecía, tampoco podían ser forzados a ir fuera del primer límite o por sitios sin alumbrado o vigilancia pública.
Y ojo, porque había incluso una consideración especial para las calles muy empinadas, que se vetaban para estos servicios: por ejemplo, la calle de Caravaca, desde la de Lavapiés a la del Amparo; o la de Ministriles; o la de Mira el Río Baja.
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El servicio era obligatorio «sin limitación de tiempo, a toda clase de personas excepto a los ebrios». Pero no se podía conducir a enfermos «desde sus domicilios a los hospitales o sanatorios, sea o no el padecimiento de carácter contagioso», y tampoco «a los que por su traje puedan manchar el carruaje».
Ya había entonces una oficina de objetos perdidos, donde los cocheros debían entregar lo que se encontraran en su vehículo. Si no lo hacían, podían ser puestos a disposición del juzgado. Los conductores debían ir uniformados, con levita verde oscuro, capote del mismo color con tres esclavinas, guantes y sombrero de copa en invierno; y el sombrero blanco durante el verano. Tenían prohibido fumar mientras prestaban servicio. No se permitía utilizar fusta ni «castigar con crueldad al ganado, bajo ningún pretexto», o pena de multa.
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