El hotel okupa de San Blas suma 78 desalojos y 206 expedientes de usurpación: «Esto es un gueto social»
ABC accede al maltrecho bloque de San Blas, escenario de asesinatos, muerte dulce, guerras de bandas y secuestros
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Iniciar sesiónEn el hotel okupa de San Blas, en la calle de Lola Flores, no se oyen palmas ni el 'cricri' de las cigarras. La banda sonora impertinente es la tos de los generadores de energía. «Uno cuesta 300 o 400 euros y con 5 euros ... de gasolina tienes para tres horas; con 10 euros, para ocho horas», explica Mohamed, un nombre ficticio elegido por este colombiano de Pereira de 21 años. Nombres falsos y alias no van a faltar en esta historia. Nadie quiere salir en la foto ni volver a su pasado. Precisamente, por culpa de uno de esos generadores, en noviembre falleció una mujer venezolana de 35 años. Había cerrado las puertas y ventanas por el frío y se asfixió por monóxido de carbono. Su pareja se la encontró inerte al regresar de trabajar. Muerte dulce, la llaman.
Nada más poner un pie en el enorme complejo que componen las tres fincas de Aragón Suites, un negocio hotelero arrasado por la bancarrota y los okupas, un hombre peruano de mediana edad que trastea entre escombros, amenaza a la fotógrafa de ABC: «¡Borra mi imagen! ¡Como salga eso publicado, te denuncio y te saco un montón de dinero!», repite a toda voz. La sangre no llega al río.
En el solar exterior, donde se han producido al menos dos asesinatos y innumerables intentonas en los últimos meses, un coche de la Policía Municipal se para. El conductor del patrulla, muy diligente, advierte: «Tened cuidado, que esto está peligroso. Si necesitáis algo, avisadnos».
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Desde hace unos tres años, el mastodóntico edificio, ya en su esqueleto, se encuentra tomado por personas, la mayoría, extranjeras y en situación ilegal en España. Peruanos, colombianos y dominicanos son los mayoritarios, aunque también los hay nacionales. Llegaron a ser unos 400. ABC ha tenido acceso a los números que manejan la Policía Municipal y la Nacional, que mantienen un dispositivo conjunto desde hace meses: hay 206 diligencias previas por delitos de usurpación, pero se encuentran repartidas por numerosos juzgados madrileños, pese al intento de ambos Cuerpos de unificarlos en uno solo. Además, hasta el momento se han desalojado 78 apartamentos.
María es española y reside en el edificio donde también en noviembre cayó asesinado un colombiano del inmueble de la otra esquina, un colombiano que tuvo una disputa con otro compatriota por ser de hinchadas de fútbol distintas. El homicida fue arrestado dos meses después en Barcelona. María llega cargada de bolsas y entra en el vestíbulo de su bloque, que está totalmente destrozado, con los techos reventados, las paredes comidas de grafiti y un ascensor que quizá nunca funcionó. Es una especie de portavoz oficiosa de su vecindad. Explica que en diciembre salió a subasta y que aquello está en manos de un administrador. Cuentan con un despacho de abogados que «ha medido una petición de acuerdo social en el juzgado número 39 de Plaza de Castilla». Léase: «Hemos pedido el paraguas social, un acuerdo para la entrega de los pisos y las llaves, a cambio de una cantidad para un alquiler social».
Asegura que tiene conocimientos de derecho, aunque no es licenciada y ha estado trabajando como administrativa, camarera, cocinera… «Ahora vivo de mi pareja», con la que reside allí, sin querer explicar qué la llevó a terminar malviviendo en ese lugar. Ella y otra vecina, Wendy, que se suma a la conversación reconoce que en el complejo «hay peleas, fiestas y niños montando bullas», pero lo achacan al resto de edificios, no al suyo. En ese, en la actualidad, dicen que hay unas cuarenta personas, de las que la mayoría, «nueve familias», son de Perú, además «de alguna española». «Reconocemos que esto es un gueto social, pero el Estado no ayuda, solo exige. Nos buscamos la vida para salir adelante como sea», regresa María.
Un joven colombiano, con el torso descubierto, sale de su casa acompañados de unos críos. «Acabo de tener una niña, tiene una semana, nació en el hospital Infanta Leonor», recita. Tampoco quiere dar su nombre ni su imagen, harto «del trato de los periodistas» a lo que allí ocurre. El lamento es el mismo: piden un alquiler social y un trabajo, pero el problema de raíz es que no tienen papeles, no están legales en España, y conseguir un empleo en A es objetivo imposible.
Mohamed ve pasar las horas junto a un amigo más joven que él, que solo abre la boca para apurar un porro gordo como un sollo y que apesta a costo que marea. Con su acento paisa, el colombiano lleva la mitad de los tres años que hace que llegó a España en el hotel okupa. «Tuve una mala decisión en mi vida personal, por cosas del destino, y, como no tenía donde vivir, unos amigos me hablaron de este sitio y me metí aquí solo. No voy a aguantar frío ni calor en la calle; todo el mundo tiene derecho a un techo», argumenta.
Asegura que antes trabajaba «haciendo reformas», en la frontera de Irún, «pero en España hay gente que te humilla». «Tienen el pensamiento, algunos, de que venimos a quitarles el trabajo. Muchas veces, por la necesidad, agachas la cabeza. A quién le gusta vivir en estas condiciones», dice, señalando a su alrededor. «A todos nos gusta prender una luz y abrir la ducha y que salga agua», pero en una ocasión se enfrentó a su patrón al sentirse maltratado y acabó despedido: «No quise agacharles más la cabeza a mis jefes, me cansé de que me humillaran. Solo pedía un mínimo respeto». No tenía contrato. «En mi país tenía mis cosas, a mi familia. Pero uno piensa que España, Europa, suena a dinero, porque supuestamente esto es tan rico… Estas condiciones de vida pensaba que solo las había en Latinoamérica», dice, sobre la razón por la que emigró desde Colombia: «No me regreso porque mi país está peor». Aquí, asegura, lo único que encontró fue soledad. «Empezó a llegar mala gente, hubo asesinatos… Nosotros no pedimos dinero, solo que nos dejen estar tranquilos. Aquí es muy difícil tener papeles. Me han denegado el asilo», narra.
«Procuro no pasar mucho tiempo aquí, me paso el día trabajando. Soy repartidor de Glovo», reconoce uno de los moradores
En eso se acerca un chavalillo venezolano, enjuto, de 25 años. Soto, que es como dice que se llama, proviene de Moragas. Lleva tres años en España y acaba de recalar en la calle de Lola Flores. «Procuro no pasar mucho tiempo aquí, me paso el día trabajando. Soy repartidor de Glovo. Tengo a mi hijo aquí, recién nacido, hace una semana. Ahora está en San Fernando de Henares, en casa de mi suegra. Pero no me puedo ir allí aún porque no quiero dejar sola a mi perra», afirma.
«Los problemas los tienes si te los buscas», intercede Mohamed sobre los dos asesinatos, las reyertas de bandas latinas, las extorsiones de mafias okupas, el secuestro por parte de uno de los asesinos de Sandra Palo a dos hombres de un clan rival, y el sinfín de acuchillamientos y detenciones (las catorce últimas hace menos de una semana) por tantísimas trifulcas entre los grupos que por allí pululan.
El recorrido por el interior del que iba a ser un complejo hotelero con vistas a personal del aeropuerto de Barajas y a clientes de ferias de Ifema, por su cercanía a la A-2, es descorazonador. Un pasillo largo, sin luz, en el que mean los perros y con versículos de la Biblia en pintados en las paredes, distribuye los apartamentos. Las puertas de casi todos están abiertas, hace calor aún. Una mujer nos recibe con sus cinco nietos, todos menores de edad y llegados de Perú, mientras prepara el guiso del día. «A partir de las doce no se fía», hay escrito en un papel a modo de aviso sobre la puerta de otro de los pisos. En otro, el menú del día, suponemos que anunciado porque alguien se dedica a cocinar o vender comida a otros vecinos del bloque.
Entre uno y otro apartamento, los que han sido desalojados, totalmente destrozados por dentro, alguno aún con un sofá como único recuerdo de que allí alguna vez una familia malvivió. Al final de ese corredor de la miseria, una escalera intransitable, taponada por metros de más cascotes y basura. Igual que un futuro sin salida.
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