Adiós al Hospital del Juguete: el cirujano de las Nancy cuelga el bisturí

El 30 de diciembre, Antonio Martínez cierra el taller de Pacífico. Pone fin a un negocio iniciado por sus padres en 1945 y a un oficio artesano sin relevo

Fernando Alonso vuelve a sonreír como lo hizo en la Navidad de 1965. El Citröen Tiburón Payá color rojo que le trajeron los Reyes cuando acababa de cumplir diez años vuelve a rugir. Hace quince días que viajó desde Toledo hasta el Hospital del Juguete (calle de Granda, 36) ... , en el barrio de Pacífico, con la esperanza de que las manos de Antonio Martínez hicieran su magia. Sólo él podía repararlo. Conservado en la caja original, con el mimo de quien sabe que custodia un valioso tesoro, su recuerdo de la infancia más preciado ha vuelto a la vida. «Fue de los primeros que salieron con cable, entonces costaba 450 pesetas, fue una pasta para mis padres. Me hace una ilusión recuperarlo...», expresa, emocionado, mientras Martínez hace piruetas con el pequeño vehículo por el suelo del taller, como cuando ambos eran niños.

No es la primera vez que Alonso cruza el umbral de este particular sanatorio. Pero sí será la última. El Hospital del Juguete cerrará sus puertas a final de mes. Martínez colgará el bisturí después de Navidad. «La edad de jubilación ya la pasé hace cinco años. He seguido trabajando sin problemas, pero, desgraciadamente, desde hace tres años me han agarrado tres cánceres. He pasado dos y ahora estoy con el tercero. Aunque he seguido trabajando, ya no lo haces igual», revela, con pesar.

Con su adiós también se despide un oficio centenario. «He lanzado ya muchos avisos por si alguien quería venir conmigo a aprender. Son más de 50 años los que llevo trabajando. De hecho, aún sigo aprendiendo, y ya no lo voy a poder enseñar todo en un mes», lamenta, consciente de que en España no hay otro taller donde se restauren toda clase de juguetes. «Me da mucha tristeza que se acabe aquí esta artesanía. Es una pena, pero es que esto a mis tres hijos no les va a dar para vivir», reconoce.

Legado familiar

La pericia de este artesano con dotes de cirujano, que cura la nostalgia a base de moldes de silicona de dentista, la heredó de sus progenitores. En 1945 abrieron un primer taller en su vivienda situada en el distrito de Tetuán. «Mis padres comenzaron con la fabricación de juguetes y cuando llegó el plástico a España, que fue en el año que yo nací, en el 52, cambiaron y se metieron a la reparación», explica. Y su temprana curiosidad, que no se ha apagado con el paso del tiempo, hizo el resto.

Con apenas diez años, después de ir a clase y de haber hecho los «consabidos deberes», Martínez se colgaba de la bata de su padre. Un tren de cuerda al que había que cambiar el fleje fue su primer «paciente». «Veía a mi padre y me parecía que estaba chupado. Pero no, no era tan fácil como parecía», sonríe con un halo de nostalgia en su mirada.

«No paraba de probar cosas –y de estropearlas– en casa. Mi madre siempre se estaba quejando de que no oía el timbre cuando llamaban a la puerta del taller. Y pensé: «Esto lo soluciono yo». Cogí un altavoz grande de televisión y lo conecté al timbre. Sin amplificador ni nada. Claro, cuando dimos al botón, eso pegó un estacazo... Con eso ya aprendí lo que no se puede hacer», rememora entre risas.

IGNACIO GIL

Durante la charla, el teléfono no deja de sonar. Solo dos horas después de la apertura de puertas, pasadas las 10 de la mañana, ya se forma una pequeña cola en torno al mostrador. En teoría, desde septiembre ya no asume más pedidos. Tiene más de 700 encargos pendientes y menos de 30 días para completarlos. «¡¡Tope!! No más», le escribió su hija en letras mayúsculas con un rotulador rojo sobre el último albarán el pasado noviembre. Sin embargo, Martínez no se puede resistir a asumir nuevos retos, sobre todo, después de escuchar las historias que hay detrás.

En un cuaderno al que apenas le quedan hojas apunta una nueva encomienda. La misión es reparar dos muñecas de porcelana con el rostro totalmente fracturado. «Vengo desde Tres Cantos con la esperanza de que me pueda ayudar», le implora una mujer, que le relata cómo su nieta juega con ellas y la importancia que tienen para ella.

Medita unos segundos. Coge un metro. Comprueba las medidas de ambas muñecas. Y se adentra en la trastienda. Allí se despliega esta suerte de quirófano. Junto a una gran lupa articulada con luz se extiende un muestrario de herramientas de todos los tamaños, colocadas en orden de menor a mayor. Las mesas de trabajo están flanqueadas por altas cajoneras en las que se apilan repuestos, piezas ya descatalogadas y todo tipo de moldes para crear brazos, piernas, dedos y elementos a medida. Todo ello perfectamente clasificado por tipos y marcas de fabricantes. «Moldes y piernas Nancy», «ruedas», «chapa», «Majorette»... rezan las etiquetas.

En la mesa de trabajo descansa otro de los encargos: una caja musical. «Es de seis melodías, las que se usaban para bailar», indica. «Es un reto, porque no funciona nada, pero no tiene nada roto. Seguro. Nada más que un par de notas del peine, pero el fleje y todo lo demás está bien. Lo que pasa es que ha estado tiempo sin funcionar. Hay que engrasarlo bien, limpiarlo, volverlo a montar y saldrá funcionando», diagnostica. Reconoce que cuando le traen un autómata o cualquier juguete que lleve algún tipo de mecanismo lo disfruta. Mantiene la esencia de aquel chaval que se divertía desmontando todo, hasta llegar a las entrañas del problema para dar con la solución.

Hasta este local del barrio de Pacífico han llegado no solo desde todas partes de España, sino también del extranjero. «Ha venido gente incluso de Italia. Allí había un hospital de muñecas, detrás de piazza Navona, en Roma. Pero les pasa lo que a mí: eran una familia y los padres ya eran mayores, habrán cerrado», vaticina.

Quienes llegan hasta aquí también buscan una cura para la morriña. «La verdad es que la gente te cuenta historias con alta dosis de sensibilidad», admite Martínez. «Nos llegan peluches que no sé cómo la gente puede querer reparar, que están hechos polvo. Pero te piden que restaures aunque sean solo los ojos, las orejas… Para recuperar el máximo de su valor. Incluso nos han llegado a decir algunos que dejáramos los trapos viejos que traía el relleno original porque ahí estaba el espíritu del peluche», relata.

ignacio gil

Hubo un caso que recuerda con «especial cariño». Una familia le trajo un oso que todavía se vendía nuevo en tiendas. «Tenía la cara quemada. Toda. Había que restaurarla entera, hacerle la cara nueva. Les dije: «Lo más sencillo es comprar un oso nuevo, que todavía siguen fabricándolo»», narra. «El tema estaba en que la niña pequeña llevaba el oso cogido en brazos, tropezó y se cayó al suelo junto a la chimenea del chalé. El oso se llevó todas las quemaduras y a la niña no le pasó nada. Tenían que recuperar el oso como fuera y tenía que ser ese oso», prosigue. «Y conseguimos hacerle el oso nuevo. Lógicamente, los padres se emocionaron. Es lo gratificante de este negocio. Ves la cara que se les pone a los críos y te vas muy contento a casa», reflexiona.

Como forma de devolver todo lo que ha dado al barrio, en agradecimiento a su legado y buen hacer, la Junta Municipal del distrito de Retiro le hizo un homenaje la semana pasada. «Me emocioné, fue muy entrañable», confiesa. «Los vecinos me preguntaban que por qué me jubilaba; les debo parecer muy joven», bromea. Apodado el Gepeto de Retiro, así es, precisamente, como le gustaría que le recordaran: «Como el doctor para los juguetes de muchos niños que han recuperado una alegría».

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