Los barrios que no olvidan al Manzanares
Hay una parte de la ciudad que vive de cara al río, desconocida para muchos capitalinos en vísperas del Día Internacional del Agua
Javier escala por uno de los ojos del Puente de los Franceses
Si algo tiene Madrid, silente para el turista y para el propio, es agua. Si algo nominó a la ciudad fue el agua. El agua que baja en arroyuelos sin nombre o con nombres diversos desde las alturas modestas de la Casa de Campo. Subterráneos ... o no, los riachuelos, incluso en lo más duro de la canícula, tienen rumor acuático por ese líquido que por gravedad e Historia acaba en el Manzanares. Y sí, el Manzanares tiene todas las chanzas que le dio el Siglo de Oro: de «aprendiz de río» hacia arriba. Aunque ahí están en el archivo fotográfico las lavanderas, los niños y los no tan niños quitándose el calor en un tiempo que ha quedado, por ventura, fijado por el fogonazo del magnesio de un retratista que quizá añora el mar. En otro tiempo. El 22 de marzo, ya, se celebra por la ONU el Día Mundial del Agua, que es la vida: concretamente en este 2022 se centra la mirada en las aguas subterráneas que fueron la que configuraron Madrid desde su fundación: ciudad de los canales, la llamaron los árabes.
Un día en que la Capital se sacude el polvo sahariano de Filomena, el periodista recorre ese espacio de la urbe, el que va del Puente de los Franceses al Puente de la Reina Victoria, que es donde la ciudad más le debe al río: aunque sea por ver un horizonte de corriente, un rumor de agua en el verano, y una referencia. Ahí está el Puente de los Franceses de las coplas de la guerra, con escaladores en sus ojos –los del puente– que hacen tiempo antes de entrar al turno médico en el Hospital de la Moncloa.
Javier hace las prácticas de Medicina, y los pies de gato se le han blanqueado porque hace poco han blanqueado ese arco que los domingos, con sus seis vías, se llena de amantes a la escalada. El Puente ni siquiera cimbrea cuando pasa el Cercanías que va a Pozuelo y más allá. Javier se calza el uniforme y saluda a Alberto Martínez, trabajador del mismo hospital que en un banco cercano mira el río y su evocación de «paz y tranquilidad» aunque cree que hay mucha más fauna más abajo, en Madrid Río, donde el Manzanares es mera excusa para runners.
Vista del río Manzanares, con el Palacio Real y la catedral de la Almudena al fondo
Fuente del sopapo
Pasan gansos del Nilo, que son ya parte del vecindario, y, en otro de los puentes que jalonan el cauce, un matrimonio, de la calle Ribera del Manzanares de toda la vida, saca a pasear a la perra Nela. El matrimonio, a saber Margarita Pérez, esposo y perrita, discuten sobre la avifauna que va y viene: que si garzas, que si gaviotas reidoras o ánsares. Habiendo nacido a 40 metros del Manzanares, es normal ese cariño ribereño de Margarita en una de esas casas que se construyeron por la República sin una correcta cimentación y el concepto de ciudad jardín. Corregidas las humedades lógicas con albañilería, «no vivirían en otro sitio». Miran en derredor y confiesan, claro que sí, que se han remojado en el río, en lo que llamaban en tiempos la Fuente del Sopapo, que no era otra cosa que un desagüe más de la Casa de Campo. Y más hacia arriba del cauce, Margarita parece que aún ve «un puente que había de hierro, con agujeros, que cerraron porque alguien se cayó». La casa de Los Serrano está cerca, «en la siguiente parada del 75».
También cuenta Margarita, historiadora apócrifa del barrio, que había un solarón, «el campo Ramones, sin t», y unas cocheras del tranvía. El matrimonio camina una media de cinco kilómetros, o a la vera del río o subiendo al Muro de la Humera, donde Madrid se hace rayano con el municipio de Pozuelo: las largas caminatas van según vaya el tiempo, pero el sol sale para todos. A su sombra, donde acaban los chaletitos, junto a un olivo que hace de rotonda se ven algunos pisos posteriores que no rompen la armonía del inicio del paseo. Más adelante, una señora tararea ‘O sole mio’, dando vueltas a un paraguas, porque ha visto una cámara fotográfica. Desde la otra orilla, saluda a lo lejos Alberto Martínez y la crónica prosigue el recorrido hacia abajo del cauce, que tampoco es el morir, contradiciendo al poeta.
Verano de 1918. Bañistas en el Manzanares junto al Puente de los Franceses
Especies invasoras
Lucía pasea con su hija Ana. Vuelven del colegio mirando el río, que algo tendrá cuando tanto lo miran. Llevan poco tiempo en la zona, pero vivir al lado del cauce y «la cercanía de la Casa de Campo» fueron razones objetivas para elegir este trozo donde, de alguna manera, acaba Madrid. Lucía sesea disimuladamente, como buena cordobesa, y le pide a su niña un listado de los bichos acuáticos. Lucía enumera los ánsares, los gansos del Nilo, y unos peces muy grandes, «siluros», cuyo nombre desconocía. Ana anda muy preocupada por las especies invasoras, las cotorras argentinas , que identifica saliendo en desbandada panaril de un árbol cercano. De vez en cuando un corredor se acaricia las rodillas delante de las columnas jónicas que llegan casi hasta Casa Mingo. Dos desocupados, en un banco, discuten con la ‘yonkilata’ en el Madrid que ya desoye el río y es una ristra de instalaciones deportivas a partir de la altura de Príncipe Pío. Empieza ya el Madrid que poco a poco da la espalda a su río, que es una forma, otra más, de vivir la ciudad.
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