Madrid en el desfile: aplausos al Rey, abucheos a Sánchez y la atracción del macho legionario Baraka
El desfile sigue siendo una excusa para salir a la calle, mirar aviones y aplaudir con café en la mano
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Iniciar sesiónMadrid amaneció medio dormida, con cielo encapotado y un aire frío que anunciaba octubre sin prisa, pero sin pausa. A eso de las nueve ya empezaban a cerrarse las calles entre Atocha y Colón. Policías, vallas, algún motorista despistado y más de una familia que ... apuraba el sueño para coger un buen sitio donde clavarse para no perderse la fiesta. La ciudad, resignada, como lo hace los domingos en Madrid, se preparaba para el desfile militar del Día de la Fiesta Nacional.
A las once, puntuales los uniformes, los reyes tomaron posición en la tribuna. Felipe VI saludó, la reina Letizia sonrió, y las infantas, Leonor y Sofía, mantuvieron la compostura propia del protocolo. Enfrente, las aceras llenas: familias enteras, abuelos con mantas en las rodillas, adolescentes con móviles en alto.
El desfile seguía siendo una excusa para salir a la calle, mirar aviones y aplaudir con café en la mano y banderas atadas al cuello. La Formación Mirlo sustituyó este año a la Patrulla Águila. El cielo, gris y bajo, se dejó atravesar por los humos rojos y amarillos que dibujaron la bandera nacional sobre el Paseo del Prado. Algunos aplaudieron, otros se limitaron a mirar sin emoción. Un chaval comentaba a mi lado: «Bueno, al menos no ha llovido». Esa fue la victoria meteorológica del día. Y que se lo digan al que saltó con la bandera de España. Arriba se veía nublado pero el sol brillaba al tocar el suelo. Salto perfecto.
Por tierra casi 4.000 militares desfilaron con 162 vehículos y 74 aeronaves. La UME, que celebra su vigésimo aniversario, fue de las más aplaudidas. El público se encariña con los que apagan incendios más que con los que portan fusiles. El Ejército de Tierra, la Armada, el Aire, la Guardia Civil y la Policía también se llevaron aplausos y vítores. Y, por supuesto, la Legión. Sin cabra, que este año tocaba borrego.
Un macho de tres años llamado Baraka, con su manto bordado, gorro militar y correa con los colores de España. Lo miraban los niños con fascinación y los mayores con nostalgia. A más de uno le pareció un animal más sensato que buena parte de los políticos que asistían al acto. Hubo, como todos los años, un episodio de abucheos dirigidos al presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, al llegar y al marcharse del desfile. Los gritos y pitos fueron nítidos, aunque amortiguados por la megafonía y el protocolo. En la tribuna, gesto serio, saludo mecánico.
En las aceras, comentarios entre dientes. Unos aplaudían, otros silbaban. Madrid siendo Madrid. A ratos el desfile parecía un cuadro inmóvil. Los pasos acompasados, los cascos brillando al sol intermitente, el rumor de los aplausos mezclado con el zumbido de los motores. En los balcones, banderas. En las aceras, termos y bocadillos envueltos en papel aluminio. Las familias miraban, los jóvenes grababan, los abuelos comparaban con desfiles de hace veinte años. «Antes duraban menos», decía uno. «Antes éramos más», respondía otro.
En un momento, un caballo de la Guardia Real se agitó brevemente. Nada grave, pero suficiente para arrancar un «¡uy!» colectivo. El jinete controló la situación y el desfile siguió como si nada. Terminada la marcha, el público se dispersó sin prisa. Algunos hacia Cibeles, otros se quedaron en Recoletos tomando fotos con los últimos vehículos militares. Los vendedores ambulantes, discretos, aprovecharon para ofrecer banderitas y agua a tres euros. Madrid retomó su ruido habitual: motores, conversaciones, el eco de un día festivo que se va diluyendo mientras todo avanza al paso de un domingo que es una fiesta para todos, especialmente para ellos, los militares, que comenzaban a llenar las barras de los bares mientras se hacían selfis con todo aquel que lo pedía.
El desfile, en suma, fue correcto, ordenado y sin sorpresas. Ni grandilocuencia ni desastre. Lo justo para recordar que España aún sabe organizar ceremonias y que el público sigue acudiendo, entre la costumbre y la curiosidad y con la garantía de que la basura va a la papelera porque las personas que acuden son educadas. Los niños se marchaban con sueño, los jóvenes con vídeos para las redes, los mayores con la sensación de haber cumplido con una tradición. Y Baraka (apodo con el que se referían a Franco en Marruecos), el borrego de la Legión, terminó siendo el protagonista involuntario. Marchó digno, sin sobresaltos, y al final del trayecto, cuando los aplausos se apagaban, alguien comentó: «Este país va mejor cuando el animal más tranquilo es el que lleva uniforme».
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