Últimas tardes en la ciudad de los prodigios

La generación que creció en la lectura con los libros juveniles de Ruiz Zafón –como 'Marina'– y le siguió por el Cementerio de los Libros Olvidados puede refugiarse en la vaporosa Barcelona de los dragones modernistas

La alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, durante el homenaje a Carlos Ruiz Zafón del pasado jueves Adriàn Quiroga

Primer aniversario de la muerte de Carlos Ruiz Zafón, 19 de junio de 2020. Si la enfermedad no se te hubiera llevado tan pronto –¡55 años!–, habrías vuelto como cada primavera, Carlos, y quedaríamos para comer en Senyor Parellada o Can Lluís. ... Del restaurante de la calle La Cera te gustó tanto el fricandó que decidiste que tu personaje favorito, Fermín Romero de Torres, comiera allí con Daniel en 'El prisionero del cielo'.

Si estuvieras aquí, Carlos, ya no podríamos repetir. Al Senyor Parellada del amigo Ramon lo clausuró la pandemia. A Can Lluís, 90 años de historia, la Ley de Arrendamientos Urbanos: abusivas multiplicaciones del alquiler, 'mobbing' inmobiliario y desahucio.

A la depredación sucede una Barcelona sin alma que nos extraña, aunque bares y franquicias conserven los antiguos rótulos de las mercerías, vaquerías, bodegas o colmados de ultramarinos. Atrezo de ladrillos de poliuretano, retratos en blanco y negro comprados en Todo a un Euro.

Cada generación conjuga el presente que le toca vivir con la evocación de un pasado que no vivió pero que columbra en las vivencias de sus mayores o los pasajes literarios.

La generación que creció en la lectura con los libros juveniles de Ruiz Zafón –como 'Marina'– y le siguió por el Cementerio de los Libros Olvidados puede refugiarse en la vaporosa Barcelona de los dragones modernistas.

Así ocurrió también con la generación de la posguerra. En los mármoles del Gran Teatro del Liceo, cual psicofonía, se escuchaba el repiqueteo de las perlas desgajadas del collar de Mariona Rebull. Un rumor tan persistente que mi madre llegó a pensar que el personaje que creó Ignacio Agustí había existido realmente.

José Luis de Vilallonga tituló uno de sus libros 'La nostalgia es un error'. Antonio Iturbe, autor de 'La playa infinita', no es tan tajante. La nostalgia, me dijo en La Ganassa de plaza de La Barceloneta, «es como ese chupito que te tomas para poder soportar la vida».

El periodista cartografía en su novela el barrio de sus recuerdos de juventud: «El chillido de las gaviotas, las sirenas de los cargueros llamando al práctico del puerto, las campanadas que traía la madrugada desde Santa María del Mar, el grito del ciego que vendía cupones para hoy porque mañana será tarde… Es un paisaje sonoro que solo existe ya en mi cabeza. Ahora el zumbido del termitero del futuro me aturde», escribe Iturbe.

En su crónica 'En mi barrio no había chivatos' el maestro Arturo San Agustín hace recuento de los chiringuitos abolidos por una modernidad mal entendida: Casa Paulino, Cal Pinxo, Casa Costa, la Marina, La Aurora, La Venta Andaluza, La Dalia, Costa Azul, El Merendero de la Mari, El Salmonete, La Gaviota…

Entre los cinco mil libros que toman mi casa, tengo en lugar preferente dos bellos almanaques de Can Jorba y El Siglo. Nomenclátores y planos modificados por el tiempo y las –siempre sectarias– coyunturas políticas. En cualquier página de un caducado callejero el círculo de los recuerdos amplía sus ondas, como cuando lanzamos una piedra sobre las aguas del pasado.

Cada paseo implica conjugar en pretérito del verbo estar. Espacios fantasmales del Paralelo. Allí estaba el teatro Talía, luego Martínez Soria, ahora descampado. Allí estaba el cine Nuevo donde contemplé, fascinado por el Cinerama, 'La conquista del Oeste'. Y allí el Regio, que presentó el sistema Vistarama, justo hace medio siglo, con la película 'Tora, tora, tora'. Y en la Ronda, el Price, cuando el boxeo no era pecado.

Se cumple también medio siglo de 'Las rumbas de Joan de Sagarra'. Libros de Vanguardia rescata aquellos artículos de 'Tele/eXprés' donde palpita otra Barcelona: cuando el franquismo iba a la baja y el banquero Pujol no molaba nada.

Josep Maria Carandell lo explica en su prólogo rumbero. El afrancesado Sagarra escandaliza «en un medio cultural mezquino y provinciano, embrutecido y monótono, de culturita, cultureta de boy scouts y fuentes integrales, de políticos a nivel de secretarios, de teatro con regusto de parroquia, de ensayos y novelas todo lo más correctos, de música y canción para abuelitas, de periódicos graves y vacíos, de diversiones tombolísticas, de generaciones ruidosas pero aburridas, de alegría falsa y aprendida por una buena sociedad de nuevos ricos…».

Parece la Cataluña actual… «Òmnium Über Alles, Fum, Fum, Fum», clama Sagarra y advierte: «Hay algo peor que un patufetista, sí, hay algo peor. Un patufetista-leninista». Como Terenci, el cronista se mofa de las capillitas montserratinas: «Cultureta de estampeta para entretener tertulias de quiero y no puedo».

Pese a la esperanza del 92, tras el fiasco del Maragall Tripartito, el patufetismo-leninismo que clausuró la polifónica Barcelona años setenta nos machaca con su estribillo nacionalmente correcto.

En tu último wasap, Carlos, pusiste título a este crepúsculo con un guiño a Marsé y Mendoza: 'Últimas tardes en la ciudad de los prodigios'.

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