ARTÍCULO DE OPINIÓN DE SERGI DORIA: EL FARO DE VERNE
En noviembre de 1998 unos hombres demolían en el Cap de Creus un faro, que cedía dócilmente a los embates del pico. Aquel faro entre los roquedales no iluminó nunca los mares. Era puro atrezzo, escenografía para «La luz del fin del mundo», una película ... de piratas de 1971 basada en una novela de Julio Verne. El reparto estaba bien: Yul Brinner, Kirk Douglas, Samantha Eggar y Fernando Rey. Hace una semana pensaba en el escritor de Nantes, mientras asomaba la mirada al mar Tirreno, desde el decrépito palacio napoleónico de Portoferraio. Mar azul, rocas, pinos y graznidos de gaviotas. Pensaba en el capitán Nemo, que tiene la N de Napoleón. Héroes con la ambición como vicio solitario.
Hace cien años, el 24 de marzo de 1905, un Julio Verne maltratado por la diabetes emprendía el último de sus extraordinarios viajes... Publicada por entregas en el «Magasin Illustré d´Education et Récreation», «El faro del fin del mundo» vio la luz aquel mismo año y fue la novela póstuma del escritor francés. Era una rutinaria trama de piratas con unos torreros recluidos en un faro levantado en la solitaria isla de los Estados que es en realidad una guarida de bandidos. Los torreros deberán enfrentarse a los piratas cuando estos retornen en busca del botín. O sea, el misterio de la isla, el desasosiego del aislamiento del farero, conjugados con la perpetua «isla del tesoro» de Stevenson. Los bandidos, escribía Verne, «trataban de abrirse paso a toda costa para subir a apagar el faro. Así que les sería fácil matarlos a todos y apagar aquella luz que para ellos podía significar su perdición...».
Este fragmento, debido seguramente al mero utilitarismo narrativo de un escritor agotado, adquiere hoy la resonancia de una consigna. Desde que leí por primera vez a Verne, en aquellas ediciones ilustradas de la editorial Bruguera, supe del poder de la voluntad y la imaginación. Es el reinado del individuo libre. La lucha por mantener el faro encendido podría simbolizar, hoy, la necesidad de preservar la libertad de criterio y la imaginazción, acechados por la basura catódica y los dogmas del bonismo políticamente correcto. Aquella isla de los Estados que imaginaba Verne en su libro crepuscular, se encontraba a siete grados del Círculo Polar Artico. Azotada por un terrible oleaje que llevaba a la zozobra a los navíos que se acercaban a sus ensenadas.
El faro debía guiar a los navegantes por aquel patagónico fin del mundo. Aquel faro, advertía Verne, era el único que había en aquellas regiones y «no existía la posibilidad que se le confundiera con ningún otro». Inconfundible profeta de la modernidad, fue un escritor único que como el faro de su novela guió a varias generaciones de lectores por los océanos de la literatura. Hoy, en el centenario de su muerte, nos sigue seduciendo, aunque tal vez haga mucho que no leemos sus historias.
Quizá fue una lástima que aquel falso faro del Cap de Creus acabara derribado, con la de siniestras edificaciones que podríamos derruir en nuestras maltratadas costas... Seguro que en Estados Unidos o en Francia hubieran sacado mejor partido. Aunque fuera falso. De hecho, sobrevivimos a base de imposturas, escenografías, simulaciones y mentiras piadosas. Quisimos creer durante años que la Nao Santa María que acabó quemada en el puerto de Barcelona era la de Colón y en el paseo homónimo glorificamos estos días quijotescos la casa donde se dice que vivió Cervantes en su estancia barcelonesa. Verne dejó escrita para siempre una frase en su lápida del cementetrio de Amiens: «Hacia la inmortalidad y la eterna juventud». La primera la concede el genio; la segunda, la curiosidad que nos preserva del nihilismo. Un faro que siempre tendrá a Julio Verne de guardián. Que no se apague su luz, aunque los bandidos sean legión.
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