un tiempo propio
Una cumbre para la nada
Parece que, para algunos, gobernar se ha convertido en una estrategia para aferrarse al poder, no en una labor al servicio del bien común
La clave del éxito: concluir los proyectos
Al menos una coincidencia

La reciente reunión de presidentes autonómicos, celebrada con toda la parafernalia institucional en el Palacio de Pedralbes, se anunciaba como un hito político, una oportunidad para reforzar el diálogo entre territorios y avanzar hacia consensos necesarios en un país que vive en permanente tensión territorial. ... Pero, una vez más, las expectativas se esfumaron como humo entre discursos vacíos y gestos de cara a la galería.
La agenda fue motivo de disputa desde el primer momento. Se discutió más sobre los formalismos —el uso de lenguas cooficiales, la actitud de algunos líderes autonómicos, los temas vetados y luego reincorporados— que sobre los problemas reales que afectan a millones de ciudadanos. Cuando por fin se celebró el encuentro, no quedó claro qué se había acordado ni cómo esas decisiones, si es que las hubo, iban a repercutir en nuestras vidas. Una escenografía costosa para un guion sin contenido.
Esta dinámica política se ha vuelto tristemente habitual. Nos estamos acostumbrando a la superficialidad: titulares rápidos, declaraciones ruidosas, pero poco análisis y menos aún soluciones. Gobernar requiere responsabilidad, capacidad de diálogo y una visión de conjunto que hoy brilla por su ausencia. Las decisiones de un gobierno no pueden tomarse con ligereza, porque afectan a muchos. Pero parece que, para algunos, gobernar se ha convertido en una estrategia para aferrarse al poder, no en una labor al servicio del bien común.
Convocar una reunión de este calibre —con presidentes autonómicos de todo el país— debería servir para tejer consensos, para limar asperezas, para sumar. En lugar de eso, se utilizó como plataforma de propaganda, como instrumento de confrontación territorial, y como escenario de vanidades personales. El resultado: más división, más desencuentro y más frustración.
Algunos asistentes lo resumieron con claridad: fue una pérdida de tiempo. Una ocasión desperdiciada para construir un proyecto político común, que mire por todos y no por unos pocos. Un nuevo síntoma de una política que se fragmenta, que se encierra en trincheras y olvida la vocación de servicio público.
Y mientras tanto, los ciudadanos esperamos. Esperamos decisiones valientes, proyectos reales, liderazgo con mayúsculas. Esperamos una política que aglutine voluntades y proyecto no que divida. Que escuche, no que imponga. Que dialogue, no que enfrente.
El anuncio de que no habrá elecciones generales hasta el final de la legislatura podría parecer una declaración de estabilidad. Pero lo cierto es que la primera cita electoral, la de Castilla y León, se anticipa como una suerte de referéndum sobre esta manera de entender la política. Una política de gestos vacíos, de cumbres sin contenido, de discursos sin compromiso.
Veremos entonces qué opinan los votantes. Tal vez sea el momento de exigir menos espectáculo y más responsabilidad. Menos palabras vacías y más proyectos que beneficien a todos.
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