Llueve sobre nosotros

Llueve para pasear las gabardinas, aunque nunca sé si la paseo yo o me pasea ella. Una gabardina hay que cansarla antes de que llegue el frío como a un braco hay que cansarlo antes de volver a casa. Las gabardinas sólo sirven para este rato exacto del otoño en que el cielo es aún más alto y caen las gotas desde arriba y el frío aún no ha llegado. La mía y yo nos entendemos, llevamos juntos muchos años. Le tengo prometido al padre de mi amigo Mario que cuando críe le daré una.

Llueve mientras un crío llora porque ha metido el pie en un charco como en un derroche de humedades, como si nos sobrase el agua ahora que por fin jarrea. El niño y el cielo con sus cosas. He visto embalses en las últimas estos días cruzando la península y he visto a mi vecino Sayo preocupado por si no volvía a llover jamás. Él, que no parece preocuparse por nada a sus noventa y pocos años como si ya lo hubiese visto todo. Hoy por fin llueve, mañana por la mañana volverá a no preocuparle nada.

No quedan pájaros en el cielo y los gatos, de puntillas, se beben los charcos que no le da tiempo a beberse al campo. No hay prisa. Se pospone bajo soportales y aleros la vuelta a casa, se alarga el paseo por el morbo de esta lluvia nueva. Estrenamos tormenta y esta tarde no importa casi nada. Todo puede esperar o da lo mismo porque hoy llueve. No me gusta la lluvia, pero hoy me agrada.