Artes&Letras / Hijos del Olvido
El cura Arintero y el bíblico Darwin
El religioso leonés dedicó los ocho volúmenes de su obra «La evolución y la filosofía cristiana» a intentar armonizar lo de Adán y Eva con las teorías formuladas por el científico inglés
Era el curso 89/90 de la pasada centuria y quienes habían elegido «Ciencias» tenían que estudiar a Darwin por su cuenta para preparar la selectividad en aquel colegio que nuestros padres habían elegido para convertirnos en «alguienes» en la vida. La razón era que ... el cura que impartía la materia se negaba a aceptar que viniéramos del mono con un irrebatible e irrefutable argumento: «del mono vendrá el señor padre del señor Carlos Darwin»; y fin del tema. A otra cosa. ¡Y aquel año, en selectividad, cayó Darwin!
Qué duda cabe que si alguien ha puesto en tela de juicio lo del paraíso, la costilla, la manzana y la serpiente en la historia contemporánea ese ha sido don Carlos. Hoy parece que Roma no pone en duda ni el carácter mítico de la primera parte de la Biblia, ni el evolucionismo como teoría, cuanto menos, plausible. Pero eso es algo muy moderno. Viajemos un siglo y medio atrás.
Como tantos otros ingleses (Watt, Newcomen, Newton…), Darwin también debería hacer examen de conciencia ultraterrena para reconocer lo mucho que sus adelantos deben al siempre minusvalorado y opacado ingenio español. Aunque al menos en su caso y en su defensa, cabe afirmar que sí fue, y en vida, agradecido para con el oscense don Félix de Azara (1742-1821), cartógrafo, militar y científico al servicio de Carlos III a quien cita, con agradecimiento casi discipular, unas cuantas veces en su Diario del viaje de un naturalista alrededor del mundo, y otras pocas en un par de obras más. Y es que don Félix fue mucho don Félix. Tanto que, con evidente orgullo español y razón paladina, no había tenido empacho en leerle la cartilla al famoso Conde de Buffon por haber identificado y descrito mal muchas especies animales sudamericanas. Todo un personaje… el español.
Pero lo cierto es que el cura citado al principio de este texto sólo recogía -no avant la lettre, precisamente- una tradición acendrada en la Iglesia Católica: la de negar el darwinismo como teoría evolutiva para todas las especies, incluida la de los homínidos racionales, que los hay. Hoy, incluso, tenemos en Burgos un museazo dedicado al asunto. Pero, ¿y si les dijera que el más grande suturador -perdón por el neologismo- de la herida abierta entre Dios y Darwin, en esta España nuestra, fue precisamente un cura?
De León, y concretamente de Lugueros, era Juan Tomás González Arintero. El séptimo hijo de una familia humilde que, como tantas, puso a disposición de la clerecía a alguno de sus vástagos para que, además de darles provecho en la vida, aliviara con su marcha la obligación de poner en la mesa el pan nuestro de cada día. Y, aunque Arintero no fue un darwinista de primera hora, sino más bien todo lo contrario, fue el escrutinio pormenorizado de la obra del de Shrewsbury lo que le llevó a variar su pensamiento y a abrir su mente hacia la posibilidad de armonizar lo de Adán y Eva con las teorías formuladas por el inglés.
La cosa tenía su aquel porque en ese momento, y en León, todavía se recordaban las agrias disputas entre los Azcárate y los Sánchez de Castro. Librepensadores de un lado, Patricio y Gumersindo de Azcárate, padre e hijo respectivamente, y éste último, perejil de todas las salsas educativas y sociales del momento: desde las famosas escuelas de Villablino, junto a Francisco Sierra-Pambley, a la Institución Libre de Enseñanza, de la que a la sazón y a instancias suya, era patrono de honor el propio Charles Darwin; conservadores irreductibles del otro, los hermanos Lesmes y Vicente Sánchez de Castro, verdaderos azotes de las teorías sacrílegas de aquel anglicano agnóstico y monoteísta (entiéndase como defensor del «dios mono») de larga barba e incontenible gusto viajero.
Pero no crea el lector que el cura Arintero se conformó con una leve explicación del asunto, no. Dedicó nada menos que los ocho volúmenes de su obra La evolución y la filosofía cristiana a demostrar que, ambos, la Santa Madre y el hijo del padre del señor Carlos Darwin, tenían razón: al principio fue la especie esencial e inmutable, creada por Dios, una materia primigenia a partir de la cual, después, en un proceso digamos diacrónico, fueron apareciendo otras especies o materias orgánicas que ya no eran inmutables sino cambiantes. Entiéndalo el lector a modo de resumen.
Ni qué decir tiene que aquellas teorías integradoras y sincréticas de Arintero no cosecharon buena fama ni encontraron fácil acomodo en el seno de la Iglesia. Quizá por ello, Arintero decidiera poco después dedicarse a la mística -donde los científicos suelen patinar bastante más-, y con ello convertirse en uno de sus más afamados estudiosos y especialistas. Pero eso forma parte ya de otra historia.