el callejón del gato
Agustín García Calvo
En su larga trayectoria profesional destacó en muchos saberes, pero tenía una espina clavada con el teatro
Tres temas centraban mis esporádicos encuentros con Agustín García Calvo en su solariega casa zamorana, donde falleció en este puente de los Santos: el teatro, la universidad y la política. Incisivo, audaz, ácrata y discutible en sus planteamientos ciudadanos, ejercía su magisterio cuando hablaba de ... teatro o mejor de la forma de decir desde el escenario. Su caballo de batalla, su cantinela permanente que dirigía hacia los actores que, en su autorizada opinión, no decían bien el verso desde las tablas, tanto por el desconocimiento de los directores de escena como por las malas traducciones que se vertían de los textos de la tragedia griega o isabelina. Su aseveración no se quedaba en la teoría, sino que con paciencia, a veces, era posible escuchar el verso en acción. Su correcta pronunciación y, sobre todo, la capacidad para marcar el ritmo con los acentos tonales resultaban aleccionadores. No es de extrañar que José Luis Gómez, director del Teatro de La Abadía de Madrid, le tuviera de profesor para entrenar a los actores que se formaban en este teatro, y que los egresados de las primeras generaciones de estos cursos posean un toque de distinción por la forma de expresarse.
En su larga trayectoria profesional destacó en muchos saberes, pero tenía una espina clavada con el teatro, pues en el cajón de su despacho guardaba muchas obras inéditas. Consiguió que La Abadía le estrenara «La Baraja del rey don Pedro» en la que recreaba una parte de la historia de España y de Castilla, poco conocida: la lucha entre Pedro I el Cruel y Enrique Trastámara, resuelta a favor del segundo, aunque las simpatías del autor se decantaran hacia el primero. En su texto hacía un penetrante retrato del rey Pedro y empleaba un lenguaje culto y preciso, bello y vigoroso, en el que enhebraba con acierto expresiones del ayer con otras del tiempo presente. García Calvo puso la letra y José Luis Gómez firmaba una magnífica puesta en escena. El acierto se reconoció con el Premio Nacional de Literatura Dramática.
Mostraba predilección por dos obras de su cajón: una versión de «Macbeth» y una comedia musical. Con la primera expresaba su queja sobre los directores de escena, porque ninguno se atrevía a ponerla en pie por la duración próxima a las 24 horas que, él calculaba, se necesitaban. La comedia, que tarareaba mientras se afeitaba, comprendía que resultaba costosa en su montaje, aunque se extrañaba de que teatros con presupuesto no se la estrenaran, porque además daría beneficios a la empresa durante muchos años. No recuerdo el tema, pero sí mantengo la musicalidad prosódica de sus versos. García Calvo era partidario de aprovechar las fallas del sistema para colar su pensamiento ácrata, pero en teatro sólo encontró el resquicio que le brindó La Abadía.
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