Bécquer, Toledo y los ojos verdes
El inventor de la leyenda toledana como género específico se enamoró de Alejandra, la hija de unos claveros que sirvió en su casa, la del famoso laurel
El laurel que plantó Bécquer sigue vivo
Casa del Laurel, en Toledo, donde el poeta vivió más de un año
Vuelvo a Gustavo Adolfo una y otra vez. En realidad, nunca me alejo demasiado de él. Frecuento sus rimas, sus cartas, sus artículos, sus leyendas: nunca me cansan, siempre me dicen algo nuevo. Habito en el casco histórico de Toledo, cerca de donde él habitó ... y de los escenarios de sus aventuras y visiones. Cuando en invierno me pongo mi capa labriega y me interno en el laberinto de los Cobertizos, siento como si, huéspedes de la niebla, él caminara junto a mí. Más aún: como si la capa nos acogiera a ambos. Camino nimbado de Bécquer.
Este verano ardiente, mientras preparaba mi comunicación sobre el imán literario de nuestra ciudad para el segundo congreso del 'Toledo mágico', que se celebra en septiembre próximo, Bécquer ha vuelto a refrescar mi alma.
Como una cerveza bien tirada, un buen gin-tonic o un té con hierbabuena helado refrescan mi cuerpo.
Inventor de la leyenda toledana como género específico, es a otro subgrupo de leyendas becquerianas al que pertenece aquella sobre la que hoy deseo escribir. 'Los ojos verdes' es una leyenda breve del ciclo ambientado en el Moncayo y alrededores (monasterio de Veruela), otro de los lugares (como Toledo) restauradores y evocadores para Gustavo Adolfo y su magia literaria.
Placa en la ciudad de Toledo dedicada a los hermanos Bécquer
Las espesuras y los manantiales del Monte de Cayo, ese techo que opera de mojón entre Castilla y Aragón, esconden una historia de amor entre un joven y una náyade, hermosísima divinidad de las fontanas. Tras una trepidante cacería, la anécdota nos sumerge en los frescos humedales de la belleza, la poesía y la leyenda. Los ojos verdes de la ninfa hechizan al doncel y remiten a Toledo, a la rima XII (según qué edición) del mismo título, se dice que probablemente dedicada al último amor, un amor toledano, del poeta. Una muchacha, hija de los claveros de San Clemente, que sirvió en la casa del Laurel, habitada un tiempo por los hermanos Bécquer y su prole. Quizá el amor más puro y apasionado que tuvo: Alejandra. De una náyade del Moncayo a una náyade del Tajo.
Porque son, niña, tus ojos
verdes como el mar, te quejas;
verdes los tienen las náyades,
verdes los tuvo Minerva…
Así arranca su rima. En cuanto a la leyenda homónima, leemos:
«-los ojos de aquella mujer eran los ojos que yo tenía clavados en la mente; unos ojos de un color imposible, unos ojos…
-¡Verdes!-exclamó Íñigo con un acento de profundo terror«.
Bécquer reescribió de memoria en Toledo la parte poética de su 'Libro de los gorriones', desaparecido en Madrid entre los papeles de su mecenas González Bravo en los sucesos revolucionarios del 68 (el 68 del XIX). Logró evitar que esos maravillosos pájaros de poesía, capítulo crucial y muy influyente de nuestra historia literaria, se perdiesen en el éter de los versos y los libros esfumados. Esa proeza literaria, una deuda más de la mejor literatura española con Toledo, dio lugar a lo que hoy conocemos como sus Rimas.
Siempre atraído por el vértigo de unos ojos verdes, Bécquer los buscó hasta en las ciegas estatuas. Los ojos verdes de su último (tentado estuve de poner postrer) amor se confunden con esos otros ojos letales de la pagana deidad del Moncayo, que conducen al ojo grande (¿no llamamos 'ojos' a los manantiales) de la verde fuente, a la que acaba arrojándose Fernando de Argensola, el protagonista de nuestra leyenda:
«Fernando dio un paso hacia ella, otro, y sintió unos brazos delgados y flexibles que se liaban a su cuello y una sensación fría en sus labios ardorosos, un beso de nieve, y vaciló, y perdió pie, y cayó al agua con un rumor sordo y lúgubre. Las aguas saltaron en chispas de luz y se cerraron sobre su cuerpo, y sus círculos de plata fueron ensanchándose, ensanchándose hasta expirar en las orillas».
Los ojos verdes becquerianos, este verano en que arde el Mediterráneo, nos transportan con un dulce escalofrío a otros paisajes también de su mayor estima y, sin duda, más frescos: las cantábricas olas, las simas boscosas y las secretas fuentes de las cumbres.
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