Verso suelto
Leer por no oír
No lo llorarán tantos, pero hoy es el día del libro y no se llenará el bulevar de letras y escritores
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Iniciar sesiónEste Gobierno de tentaciones totalitarias ha alentado el miedo al Ministerio de la Verdad , aquel siniestro negociado de propaganda que dictaba y cambiaba el relato de la historia en «1984» , pero una parte de la fábula distópica de Orwell ... se ha hecho realidad sin que nadie se sienta vigilado en una cárcel. Y mucho antes del coronavirus. Se dice en las primeras páginas: Winston Smith podía bajar el volumen de la televisión para no escuchar muy alto al Big Brother , pero nunca apagar la pantalla ni dejarla sin sonido. En 1948 ya se prefiguraba que aquel electrodoméstico podía ser una ventana abierta a mundos distantes, al entretenimiento, a la información y a la cultura, pero mucho más se convertiría en un caballo de Troya por el que entrarían en las casas muchas ideas y constumbres que se aceptarían babeando y sin hacer la digestión.
En aquellos años de Orwell la televisión todavía no estaba en todas partes ni los pocos canales emitían todo el día, pero en muchos sitios no ha hecho falta fabricar televisores que no se puedan apagar: la gente las enciende antes que poner la cafetera y se duerme mientras cuatro zafias con vestidos de fiesta se gritan insultos a cuenta de algunos cuernos. Lo saben los aprendices de Goebbels y Lenin que maquinan en este Gobierno para que la gente no tenga más remedio que zamparse las sabatinas del presidente: si no pueden salir a los bares estarán viendo en la tele y pensando que ese señor tan apuesto cuida de ellos, y más si pone esos pucheritos de estar tan angustiado como quien tiene a un familiar en la soledad absoluta del hospital, y que ahora lo que hay que hacer es salir a aplaudir a la ventana con buen rollo.
Una de las pocas sensaciones de libertad que me dejan estos días en que se ha aprovechado un virus para ensayar una dictadura es la de haber pasado leyendo el rato en que ni siquiera sabía que Pedro Sánchez estaba comiendo la oreja a los que sufren urticaria si pulsan el botón rojo del mando a distancia. Ya veré los periódicos, que todavía conservan la pluralidad que no hay en la caja tonta (y roja, y no de Nestlé), que yo en mi pobre sofá, como cantaba Góngora con la morcilla que reventaba en el asador, prefiero estar junto a mi hija mientras los dos tenemos un libro en las manos.
No lo llorará tanta gente como a la Semana Santa , pero hoy es el día del libro y no se llenará el bulevar de letras y autores contando qué cachos de las entrañas han puesto en las páginas, ni habrá lectores curiosos que busquen lo que saben que les dará horas de gozo o tiren del hilo de escritores y mundos nuevos. Los libros despejan tanto como el paseo más largo, alimentan sin saciar ni engordar y consuelan mejor que todas las terapias. Ayer me despedí de «El Conde de Montecristo» con la promesa de no olvidar a sus personajes ni su enorme dilema moral; antes fue «No entres dócilmente en esta noche quieta», un valiente diálogo de Ricardo Menéndez Salmón con su padre muerto. Los meses se cuentan por los libros que se dejaron, por «El calentamiento global» , en que mi querido Daniel Ruiz pone máscara de sarcasmo y gamberrada a seres muy humanos con prosa vibrante de ritmo y arrebato poético ; por la palabra de orfebre de Herminia Luque para contar la vida de Ana Caro y María de Zayas en «Amar tanta belleza» . Ahora que la propaganda quiere maquillar la ruina segura con eslóganes vacuos será raro que en la pantalla se vea leyendo a alguien que no sea el reflejo pálido del que la tiene apagada.
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