Ana Iríbar, 25 años sin Gregorio

«Sin él y con él», especifica Ana Iríbar con determinación. La misma que ha tenido para renunciar a ser la viuda de España, del PP, o de nada y atreverse a vivir una vida plena en medio de la ausencia de quien fue un político único sin sucesor, pero ante todo su marido. Veinticinco años después no habla de él sin una sonrisa. La sonrisa de Gregorio

Ana Iríbar, en la exposición de Gregorio Ordóñez abierta ayer en Madrid M Nieto / I. Gil | Vídeo: ABC Multimedia

Ana Iríbar juntó en una caja todas las cartas que le enviaron cuando el asesinato de Gregorio y no las ha leído hasta ahora, preparando la exposición. Trescientas una tras de otra, sentada por las noches en su casa. Está la de Jaime Mayor ... Oreja, la de Calvo Sotelo, la de Fernando Múgica, al que también mataron al poco. Pésames hondos que pellizcan las entrañas aunque hayan pasado 25 años. El de la viuda de un guardia civil, los de estudiantes anónimos, el de la modista que le cosió el vestido de la boda con Goyo... «era un novio maravilloso ; no podía haber mejor novio: cariñoso, detallista..». Ana se ríe. «Yo caí rendida en el primer minuto, me acuerdo hasta de la camisa que llevaba... me costó un año, no me hacía ni caso...». Era 1982. Y vuelve a reírse con ganas, chispeante, emocionada, como si tuviera a Gregorio enfrente oyéndola o fuera a aparecer de un momento a otro.

Lo de las cartas sin abrir tiene que ver con el espanto del atentado y el esfuerzo insoportable de tener que salir adelante hundida bajo toneladas de dolor. Tenía ella 31 años y un bebé de catorce meses al que no se atrevía a mirar a los ojos. «No quería que viera el horror que había dentro de mí.... no mires dentro , no mires dentro que es horroroso», cuenta. Ana Iríbar habla de esos días y de Gregorio en presente lo mismo que en pasado. De «Gregorio era» al «Gregorio es» en la misma frase, sin darse cuenta. Y entonces cobra pleno sentido algo que ha dicho cuando le pedimos que narre cómo ha vivido de piel para adentro esta vida de ausencia, adquiere significado eso que le ha salido casi sin pensar: «han sido 25 años sin él y con él».

Tiene esta mujer una serenidad desarmante. Cuesta aguantarle la mirada brillante por encima de la mascarilla cuando, por ejemplo, explica que no se ha desprendido de nada de Gregorio. Lo conserva todo. La ropa. El maletín. Las gafas de sol; excepto la bici, que eso sí lo regaló. «Le necesitaba cerca», se justifica como si hiciera falta. Cuando verbaliza que estaban en lo mejor, «en la mejor década, con trabajo, fuertes, Goyo va a tope y de un hachazo... a vivir una vida que no era vida». O cuando relata que ya ha visto por la calle a Valentín Lasarte, el que señaló a su marido para el tiro en la nuca. Que ella estaba dentro de una tienda y se quedó inmóvil. No salió a por él, pero que la siguiente vez que se lo cruce lo va a parar y ya tiene pensado lo que le va a decir. «Le voy a decir a Valentín Lasarte que ha hecho mucho daño, que no le vamos a perdonar nunca y que él seguirá siendo el asesino que es. El terrorista que es». Directa, entera. De una pieza.

Ana tenía 31 años cuando mataron a Gregorio, que contaba 36 M. Nieto / I. Gil

Pero de todas formas, lo que sobrecoge de Ana Iríbar es el entusiasmo. Le sobreviene espontáneo entre los recuerdos amargos, sin orden alguno. «La vida sigue, somos gente alegre... nos divertimos todo lo que podemos. Es verdad que tuve un impás que para qué». Cuánto tiempo duró lo peor, Ana. «Dos años, no tenía ganas de nada». ¿Es cuando dejaste de llorar? «No, porque no se deja nunca. Pero he tenido parejas, he viajado, me he instalado en otros países intentando quitarme esa mochila...»

Lo de la mochila se lo contó Bárbara Dührkop, la esposa del senador Enrique Casas asesinado once años antes que Gregorio, en 1984, a la que Ana recurrió en mitad de aquella angustia cósmica en busca de ayuda. Y Bárbara le dio ánimos -«eres muy joven...»- y cariño y le adelantó que quedaban por pasarle muchas cosas buenas, «pero que la mochila vas a llevarla siempre , me dijo. Es verdad, llevas esa mochila para bien y para mal...».

Para bien y para mal

Con ella a la espalda, y cuando lo menciona se echa las manos a los hombros como si cargara un peso, Ana no ha querido ser la viuda de España, ni la viuda del PP ni de nada. Qué es eso de enterrarse en vida. El tiempo ha hecho su trabajo y ella también, con dos pulsiones clave tirando hacia arriba y hacia adelante siempre: su hijo y Madrid. Javier, «un regalo de un niño de un año y dos meses que me dejó Gregorio en casa , él me ha abierto los ojos, me ha recordado que tengo que comer, que tengo que salir a la calle, que tengo que vivir, reír, viajar, que tengo que reconciliarme con San Sebastián porque es nuestra ciudad».

En este collage hecho de flashes de memoria y de impresiones inconexas que hila sobre la marcha, -como quien se siente asaltada por tener que hablar de sí, cuando lo que a ella le pide el cuerpo es un no parar de hablar de Goyo - el hijo marca una y otra vez las catarsis más estremecedoras.

La de admitir que Gregorio no va a volver nunca. Cuando lo matan, más a o menos a la hora que él solía regresar al hogar, las nueve o nueve y media, era la tía la que iba a dormir todas las noches con Ana. «Yo le hacía al bebé la misma pregunta», esa que es un juego, junto a la puerta... «¿Quién viene? Y se lo seguía diciendo, le obligaba a decir «papá»... todos los días». Pero en nada el niño dijo «la tía», porque quien llegaba era la tía. «Ahí se me acabó, parece que esto es verdad -se dice la Ana Iríbar de 1995-; yo tomo realidad: ni va a llegar su padre, ni va a llegar mi marido, Ana, que lo que ha pasado es verdad. Gregorio ya no va a estar».

Iríbar no se ha desprendido de las pertenencias de Gregorio, muchas están expuestas M. N. / I. G.

El hijo provoca también el primer reflote. «La fase de «espabila»», dice ella. En otro de esos episodios que aterran, Ana explica que en los primeros meses se sintió una mujer fantasma. «Bajaba con el niño al parque y no se me acercaba nadie, yo entraba en las tiendas y se hacía el silencio...». Silencio... ese San Sebastián despiadado de los años de plomo donde mejor callar y que no te vean con quien no debes. Frío y distancia. Pues ahí en el parque, unas pequeñas rodearon a Javier y casi canturreando le vinieron con «hemos visto a tu madre llorandooooo. Ha salido en la teeeleee». Y ahí Ana cogió la maleta y se fue a Madrid.

«Me lo tengo que llevar, hablé con el PP, con Jaime Mayor... se portaron fenomenal. No quiero que crezca aquí porque va a ser un niño marcado toda su vida. Quiero que crezca en libertad» . Y a Ana le arrebata otra vez esa alegría que no se contiene, radiante de verse entonces y hoy en este Madrid luminoso. «Aquí era el exceso... todo el mundo me reconocía y me abrazaba. Bendito exceso» . Y sin coger aire se ensueña con su tierra, que no se diga, «siempre me queda San Sebastián para volver».

Lo peor y el dolor

El momento más difícil, amén de la maldita ejecución, también tiene la cara del hijo. Ella no duda. Fue el peor. «Parece que le estoy viendo en la cocina, desayunando y me suelta... amá, ¿pero cómo murió mi padre? Y ahí me dije «le tengo que contar la verdad»». Javier no tenía aún cinco años y desde que tuvo conciencia, Ana iba engatusándole con una fábula de hombres malos que se habían llevado a Gregorio, que está en el cielo y cuida de nosotros. Pero desde ese día aquello no coló ni un minuto más. «A tu padre lo mataron. Dónde estaba. Comiendo con unos amigos , entró un terrorista y le disparó por la espalda. Yo ni me lo creo...» , exclama todavía, viéndose a sí misma en aquella cocina, contando lo imposible. «Le he ido dando respuestas a demanda. Si me ha preguntado le he dicho la pura y... -se detiene- la dura verdad. Sí, dura».

El dolor, como el llanto, no se acaba. «Se suaviza, se aprende a superar». Pero rompe con cada atentado. «Es como si te arrancaran algo así de cuajo». Y los homenajes a los etarras. «Y la respuesta política que ha habido, lo que ha pasado con Herri Batasuna, lo que ha pasado con Bildu...» . Cruza como la sombra de que algo grave no está en su sitio y de que va a ir a peor. Nos deja un instante sin palabras

Hay otras recolocadas. Últimamente, incluso San Sebastián. Con la exposición estos meses atrás, allí ha habido abrazos y en el libro de firmas, 25 años después «no sabes la de cosas que me han escrito tan preciosas... de su experiencia con Goyo» . Agradecimientos. Ana se recrea con la sonrisa amplia. «Cómo no, si era un tío simpatiquísimo, alegre. Me sonrío continuamente porque era un tipo muy divertido... un novio maravilloso».a

Ana señala una las vitrinas donde se muestran documentos del archivo familiar M. N. / I. G.

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