Garoña: Bajo el volcán del debate energético
La carretera zigzaguea encajonada entre cantiles. A pesar de lo quebrado del terreno el Ebro se encuentra aquí domesticado por el embalse de Sobrón. Entramos en el Valle de Tobalina y el decorado se abre, respira, muestra prados bucólicos y pueblecitos rodeados de montañas. El ... lugar donde uno no se espera ver una construcción de hormigón y una chimenea apuntando al cielo. Pero aquí, en un meandro del río, se levantó hace cuarenta años la central nuclear de Santa María de Garoña, que apura sus últimos días. O no. La empresa propietaria, Nuclenor (Iberdrola y Endesa al 50 por 100) tramita la extensión de su vida útil diez años más. El Ministerio de Industria tiene de plazo hasta el 5 de julio para decidir al respecto. Para ello contará con el dictamen del Consejo de Seguridad Nuclear (CSN), que se hará público la semana entrante. La política, en cambio, desborda el examen técnico. La Fundación Ideas, el «think tank» socialista que preside Jesús Caldera, es partidaria del cierre de todas las centrales nucleares existentes en nuestro país y de apostar por las energías renovables —el nuevo «mantra» del presidente del Gobierno—. En medio del debate sobre el modelo energético hacia el que debe caminar España los focos se sitúan sobre Garoña. Muy a su pesar.
La Guardia Civil, apostada en el puente que conduce a la entrada de la central, pide la documentación a los visitantes. Un filtro que se añade a los preceptivos controles del complejo. En la ribera, unos pescadores pasan el día. Hoy hay cuatro, los fines de semana esto está a tope, y por ahora nadie ha informado de que piquen peces con tres ojos o así. A los paisanos les preocupa más el mejillón cebra, especie invasora que entró por el delta y amenaza con llegar hasta Fontibre.
José Ramón Torralbo, director de la central, empezó en el departamento de Garantía de Calidad hace 26 años. «Me hubiera gustado menos atención mediática; que la decisión sobre Garoña se tomara desde una posición más serena. Pero es lo que hay», comenta. «Lo importante es que contamos con una instalación puntera y un equipo técnico competente y comprometido. La contestación social es minoritaria, pues mantenemos un intercambio justo con la comarca y la proximidad y el conocimiento generan confianza. Los ecologistas no vienen, salvo para montar números, pero están invitados y ponemos a su disposición la información que requieran. Para garantizar el suministro y cumplir con el protocolo de Kioto es preciso contar con la energía nuclear. Hoy por hoy existen muchas dificultades para que la red funcione al 100 por 100 con energías renovables; es difícil controlar la tensión y que las bombillas no parpadeen».
A la revisión de seguridad estándar y el estudio de impacto ambiental se le han añadido otros protocolos más exigentes; por ejemplo, la adaptación a la normativa que se aplica a las nuevas centrales, requisito que no se ha exigido a otros complejos similares a Garoña que hay en Estados Unidos y que ya han obtenido una prórroga de veinte años. Nuclenor ha invertido más de 150 millones de euros en la última década para modernizar el complejo, y prevé gastar otros 50 millones más hasta 2011. Garoña produjo el año pasado 4.021 millones de kilovatios hora, lo que cubre las necesidades eléctricas anuales de 250.000 hogares. Según la empresa, esa producción evitó la emisión a la atmósfera de 2,5 millones de toneladas de CO2. El impacto económico —compras, contrataciones, generación de empleo, tasas e impuestos asociados— en su área de influencia fue de 36 millones de euros en 2008. Mantener la operación de Garoña por un periodo adicional de diez años significaría la producción de cerca de 39.000 millones de kilovatios hora, es decir, el 14 por 100 del consumo eléctrico anual en España o el equivalente a 25 millones de barriles de petróleo. Todas estas credenciales podrían no servir para nada. O sí. Torralbo recuerda que voces de importancia en el PSOE, como el ex presidente Felipe González o el comisario europeo Joaquín Almunia, han reclamado la apertura de un debate público sobre las nucleares.
En las tripas de Garoña
La sala de control de una central nuclear es bastante más anodina de lo que a priori podría pensarse. Esto no es la nave Enterprise de Star Trek. Los equipos —duplicados para que la seguridad sea redundante— están anclados al suelo por si a un terremoto le diera por sacudir esta vieja tierra castellana; en realidad, están encadenadas hasta las papeleras. Aquí se vigila el reactor y los sistemas de emergencia, y hay personal 24 horas al día los 365 días del año. Los paneles están llenos de ventanas de aviso: cuando se produce una incidencia se iluminan y parpadean para llamar la atención de los operarios, aunque el problema se arregla de forma automática. Pero cualquier cosa, por insignificante que sea, debe ser consignada. Si la incidencia es grave el reactor se para de forma inmediata. Todas las actuaciones quedan reflejadas en libros de registro. Sobre una de las mesas hay un grueso volumen titulado «Bases de especificaciones de funcionamiento mejoradas». «Esto es la biblia para los que trabajan aquí», comenta Elías Fernández, jefe de la sección de Relaciones Exteriores de Garoña. El negro sobre blanco de esta «biblia» es un galimatías indescifrable.
Antes de entrar al corazón de la central, donde habita el reactor entre muros de hormigón de tres metros de grosor, hay que coger un dosímetro, el aparato que mide la dosis de radiactividad. El límite establecido para un visitante es de 40 microsievert (el sievert es la unidad de medida de la radiación absorbida por la materia viva). El tope de Elías Fernández, profesionalmente expuesto, es de 1.497 mSv. Luego nos ponemos una bata blanca, una especie de verdugo en la cabeza (más el casco) y sólidas calzas cubriendo los zapatos. Después de caminar por pasillos con los techos llenos de tuberías llegamos a la sala donde se encuentra la vasija del reactor. Una puerta de 50 toneladas de peso nos separa del artefacto del bien y del mal. La estancia está desierta. También el piso superior, donde se encuentra la piscina de agua destilada y sorprendentemente cristalina donde se enfrían las barras de uranio. «En cambio, en las paradas para recargar el reactor —que suelen durar un mes; la última tuvo lugar en marzo y se realizaron más de 6.600 trabajos en la instalación— hay mucha gente trajinando», explica Fernández.
«Que tenga un buen día», saluda una voz femenina y metálica cuando entramos en la cabina de chequeo. «Posicione las manos. Introduzca las manos. Acérquese. Cinco, cuatro, tres, dos, uno... Vuélvase de espaldas. Posicione las manos. Introduzca las manos. Cinco, cuatro, tres, dos, uno... Muchas gracias. Limpio».Al salir de la cabina nos quitamos la bata, el verdugo y las calzas, que van a unos contenedores para su posterior lavado. En nuestros oídos resuena el último mensaje de la cabina. «Limpio». Por si acaso, miramos el dosímetro. Hemos recibido un microsievert de radiactividad. «Insignificante», dice Elías. «Una radiografía son 200 ó 300 microsievert». Suena tranquilizador.
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