FINAL CHAMPIONS: LIVERPOOL-REAL MADRID
Una gloria que ya no encarnan
La crónica de un viaje caótico, pésimo en la organización y cargado de episodios de pánico y delincuencia consentida
Caos, robos, cargas y gas pimienta en Saint-Denis
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Iniciar sesiónEl fútbol mundial está de tal manera que uno del Barça como yo tiene que pedirle unas entradas al presidente del Madrid para recordar cómo es ganar una Champions y sentir que estás haciendo historia en lugar del ridículo. La sede de París parecía un ... buen presagio. Las finales hay que jugarlas en capitales importantes, con restaurantes seguros y bares que sepan a qué vinimos.
París estuvo merengona desde bien pronto por la mañana. De un merengón -sobre todo en Le Marais- sudamericano. Principalmente mexicano pero también colombiano y venezolano. La misma mezcla que la del chorro de dinero que está detrás del boom de Madrid ciudad y comunidad. En L'Ami Louis -con su foie eterno como el Madrid en la Champions- suelen hacer pocas concesiones. Y aunque el local es informal y algo amontonado, la bordez francesa es la norma de la casa. Pero hoy han visto que llegaban los mexicanos -¡y qué mexicanos!- y les han dejado entrar con la camiseta de su equipo puesta. Para ir a L'Ami Louis en camiseta deportiva hay que ser un bestia o un mexicano con tanto dinero que ya todos entienden que les sale más a cuenta permitirte hacer lo que te dé la gana. El barón de Rothschild enseguida inunda la mesa, con sus vinos sensacionales. Se suceden los cánticos, sube la temperatura y la euforia. Un esencial de la gastronomía francesa convertido en un bar de hooligans mexicanos, con la total permisividad de esa clase de franceses que se las dan de estirados y de templo de la cultura hasta que llega uno al que saben que le van a sacar lo que no está escrito. La comida está bien, pero como hace 20 años y a precios disparados. Tiende a parecerme algo decaída porque en España hemos aprendido a hacer cosas mucho mejores y no robamos. Es la primera sensación que tengo -y no será la única, ni la más grave- de una abrumadora decadencia de Francia.
El Madrid ha puesto unos autocares a disposición de sus invitados para salir a las 18:00, que es la hora que abre el Bar He Hemingway, en el Ritz, sin el que un viaje a París no tiene demasiado sentido. Este bar pequeño, exacto, único, no es profanado por aficionados excesivos y resbala con la misma suavidad de siempre la hora y pico que puedo pasar bajo el magisterio del Colin Peter Field. Salgo a las 19:15 con la idea de no apurar. El portero del Ritz me dice que no hay taxis y que está todo colapsado. Es un poco exagerado: cruzo la plaza Vendome y enseguida pasa uno, que hábilmente nos conduce hasta Saint Denis, pero eso sí, me deja en medio de una autovía bloqueada y tengo que saltar una valla -ante la mirada pasiva de la policía, que nada hace ni por impedirlo ni por ayudar- para acceder al breve camino que lleva al Stade de France. En los alrededores del campo las aglomeraciones son las típicas en estos casos. Cuando ya más cerca tengo que rodear el fondo inglés para llegar a la puerta de acceso a nuestra tribuna, el agobio crece ante un tumulto cada vez más asfixiante. Cada minuto que pasa estamos todos más apretados y cuesta más respirar. No es culpa de los aficionados del Liverpool, que en ningún momento pierden la calma e intentan superar la situación como pueden, como todos. Una hilera de policías intenta infiltrarse en el montón y está cerca de provocar una avalancha que hubiera causado -seguro- víctimas mortales. La aparatosa incompetencia de los agentes, agravada por su pésima toma de decisiones, y de una agresividad que sólo hace que tensar más una escena ya de por sí complicada, certifica el hundimiento de Francia como Estado. Francia es hoy un Estado fallido, inoperante, que en lugar de resolver los problemas, los complica hasta lo trágico. La avalancha se evita cuando ya parece un hecho, porque algunos, entre ellos yo, con mis conocidas y fácilmente identificables habilidades deportivas, escalamos y saltamos una verja metálica y vaciamos algo el tumulto. Momentos decisivos, en que uno descubre que es capaz de hacer cosas que no imaginaba.
Cerca ya de mi puerta, colapsada, asisto a los primeros ataques de bandas de ladrones. Empujones, tirones de bolsos, robos de móviles. Aunque me acusen de racista, tengo que contar lo que veo: son grupos de negros y árabes, hablando o más bien gritando en árabe entre ellos. Si el fracaso de la policía simboliza el hundimiento del Estado, estas hordas son la oscura constatación del fracaso de Francia como sociedad, como civilización. No han sabido qué hacer, ni cómo, con la inmigración, y el resultado es este tercermundismo descontrolado que desborda a un Estado socialista, laico, desvinculado, centralista, superado por su propia miseria moral y que se ha vuelto incapaz hasta de organizar algo tan elemental como una final de la Champions. En el Camp Nou y el Bernabéu, cada quince días hay afluencias parecidas que se suceden con perfecto orden y normalidad.
En la misma proporción, y culpabilidad, la UEFA demuestra que no está a la altura de organizar un evento de esta importancia. Todo es caótico, absurdo, obsoleto. La seguridad no está ni mucho menos garantizada, los tornos de las puertas no funcionan o funcionan mal; las indicaciones son equívocas o no existen. A la salida del partido, los ataques se recrudecen. La gente huye despavorida de las bandas, con momentos de pánico. Y mientras, la policía dificulta el tráfico en lugar de facilitarlo y se concentra en zonas donde no hace ninguna falta. Es el resumen de Francia ver tantos furgones y agentes, y a la vez tantos asaltos de bandas descontroladas.
Es urgente que el fútbol europeo, si no quiere morir de estancamiento, decadencia y nostalgia, encuentre nuevas formulaciones y nuevos escenarios. Lo que Bernabéu se inventó, Florentino tiene que reinventarlo, ahora que le ha igualado en copas de Europa ganadas. La UEFA y los restaurantes franceses ya sólo saben robar a los ricos para perpetuarse en una gloria que ya no encarnan.
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