Entrevista ABC

Hermanos Pou: «En la montaña el objetivo es simple: comer, no caerse, volver vivo...»

Los escaladores Iker y Eneko Pou consagraron su existencia a la montaña y hoy son reconocidos como leyendas vivas de su deporte. En ABC hacen un paréntesis en sus viajes para repasar su fructífera trayectoria

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Los hermanos Pou, durante un ascenso Hermanos Pou

Eneko e Iker Pou (Vitoria, 1974 y 1977) coronaron su primer 3.000 cuando no habían cumplido ni diez años y, desde ese momento, supieron que entregarían su vida a la escalada. Tras 79.000 horas en la montaña, haber ascendido más de tres ... millones de metros y haber visitado cerca de 80 países, los vascos son considerados como leyendas vivas en el mundillo, categoría que les ha valido para ser nominados por séptimo año consecutivo al Piolet de Oro, que se entregará en diciembre en Italia. Tras años de peripecias, desde sobrevivir a ataques de osos o ser interrogados por el ejército ruso, los hermanos se sientan y charlan con ABC sobre el pasado, el presente y el futuro de sus fulgurantes vidas.

—Llevaban dos meses en los Andes y hace cuatro semanas volvieron a España para abrir una nueva vía hasta la cima del Pilar del Texu, en los Picos de Europa. No saben estar quietos.

—Es nuestra seña de identidad. Somos gente de monte. Bajamos un momento para recoger el botín, como los piratas, y volvemos a marcharnos. No lo hacemos por espectáculo ni por dinero, sino porque es una pasión que nos ha hecho profesionales. Cada vez que podemos estamos fuera. La gente dice que tenemos mucha energía, y es verdad, pero la energía hay que gastarla.

Los hermanos Pou, en una pared

—Una energía que les ha valido la séptima nominación al Piolet de Oro.

—No somos gente de premios, pero los reconocimientos ayudan a que la gente entienda que haces cosas valiosas. Esa nominación es como el Balón de Oro o los Oscar. Aún no lo hemos ganado, pero estar entre los candidatos tantas veces es importante.

—¿Y qué más necesitarían hacer para llevárselo al fin?

—Guardamos siempre un margen de seguridad y quizá eso nos aleja del premio, porque muchos cruzan la línea roja. Dicen que el setenta u ochenta por ciento de quienes lo han ganado ya no viven. Nosotros preferimos disfrutar la vida sin sobrepasar ese límite.

—¿De dónde viene este estilo de vida?

—De nuestros padres. Cada fin de semana íbamos a la montaña y las vacaciones eran en los Alpes. Hacían mucha montaña y nosotros lo heredamos. Podría no habernos gustado, pero nos enganchó. Empezamos a escalar con quince años y desde entonces es nuestra forma de vida. No entendemos un fin de semana sin salir al monte. Al principio íbamos con furgoneta, dormíamos dentro o acampábamos, aunque lloviera. Crecimos entre tiendas y barro. La montaña es peligrosa, pero sus valores son increíbles: compañerismo, superación, amistad... Todos los años participamos en rescates de compañeros. En un mundo donde la gente se separa, nosotros hacemos lo contrario: unimos. Tenemos amigos por todo el mundo, no vamos a hoteles. Cuando aterrizamos en Estados Unidos o Sudamérica, tenemos varias casas donde quedarnos. Son valores importantes en una sociedad cada vez más individualista. Nosotros intentamos vivir con buen ánimo, aprovechar la vida. Sabemos que es corta y finita, y queremos disfrutarla. No somos suicidas; somos conscientes de los riesgos, pero también de que hay que aprovechar cada momento.

«Muchos cruzan la línea roja, pero nosotros preferimos disfrutar la vida sin sobrepasar ese límite»

—Acostumbrados a lo salvaje, ¿se sienten extraños en ciudades tan grandes como Madrid?

—Madrid es preciosa, pero nos supera rápido. Entrar aquí es un caos: tráfico, ruido… Nosotros estamos acostumbrados a movernos en bicicleta. Con un día en la ciudad ya tenemos bastante. Hace poco leímos un libro de montaña que hablaba de la vuelta a la civilización. Muchos escaladores sufren una especie de depresión al regresar. En una expedición todo está focalizado: llegar a la cumbre y volver entero. En la ciudad aparecen muchos problemas que no son reales. En la montaña el objetivo es simple: comer, que no te caiga una piedra, no caerse, volver vivo... En la civilización pierdes el rumbo.

—¿Han temido alguna vez por su vida?

—Varias. En la Antártida, bajando del Monte Vinson, fue un infierno. Casi no la contamos. En un rápel, una cuerda se quedó enganchada en una pieza del tamaño de una uña, con 400 metros de vacío debajo. Estábamos agotados, la roca era mala y no teníamos material de repuesto. Allí estuvimos a punto de no volver. También en la vía por la que nos han nominado otra vez al Piolet de Oro. Abrimos una pared de mil metros en tres días. Normalmente desciendes por la misma ruta, pero en esta ocasión no podíamos. Habíamos hecho algo tan difícil que no teníamos material suficiente. Desde arriba vimos que por la otra vertiente parecía más tumbado y decidimos bajar por allí. Bajamos por terreno desconocido, con grietas enormes y rápeles peligrosos. Estuvimos un día entero descendiendo. No sabíamos exactamente por dónde íbamos. Fue una suerte lograrlo.

—¿Y cómo gestionan el miedo?

—Hasta que no pasa algo, no lo piensas. Intentas no darle vueltas. Cuando estás bajo una pared grande, antes de entrar, ya has valorado casi todas las posibilidades: cuánto material llevas, qué tipo de cuerda, cuántos anclajes… Una vez dentro, es la guerra. Silban balas y solo puedes agachar la cabeza y seguir. Improvisas mucho, todo el rato.

«Muchos escaladores sufren una especie de depresión al regresar... En la civilización pierdes el rumbo»

—De todos los sitios que han visitado, ¿a cuál volverían ahora mismo?

—A muchos. A casi todos. Repetimos mucho Perú, sobre todo la Cordillera Blanca, por sus montañas y por su gente. En Sudamérica nos sentimos como en casa: compartimos idioma y cultura. También nos gusta la Patagonia, la Antártida y el Ártico. En lugares tan remotos hemos aprendido a tener cuidado. Por ejemplo, nunca vamos a bares porque son peligrosos: la gente tiene problemas de alcohol, armas… En nuestra primera expedición al Ártico, en el año 2000, entramos en un pueblo llamado Dawson Creek. Parecía una película del oeste. Entramos a tomar una cerveza y en pocos minutos se armó una pelea enorme. Tuvimos que salir a gatas mientras entraba la policía montada de Canadá, armada con automáticas. Fue una lección.

—Entonces, ¿cuáles han sido los lugares más hostiles?

—En cuanto a naturaleza, Canadá. Estuvimos en la isla de Baffin, en zonas incomunicadas durante meses, donde hay que moverse con rifle y tienda. Y por razones sociales, Pakistán. En 2005, para volver de una expedición, nos escoltaron con ametralladoras delante y detrás. Nos dijeron que era por seguridad, pero eso ya indica peligro. En 2010, durante otra expedición invernal, coincidió con una ofensiva estadounidense en Afganistán que desplazó a los talibanes a la frontera. Tuvimos que viajar 18 horas escondidos bajo los asientos de un coche. También en Siberia nos tomaron por espías. Nos interrogaron varias veces en ruso; no entendíamos nada. Cada vez que un policía nos soltaba, nos detenía otro. Al final llegamos a la montaña por pura suerte.

—¿Qué tres ingredientes debe tener un proyecto para que les interese?

—El primero, la estética. Somos como niños grandes: te atrae lo bonito. Igual que cuando de pequeño subías a un árbol o a una casa. Nos tiene que llamar la atención. Nos imaginamos el Cervino, el K2, el Cerro Torre o el Naranjo de Bulnes en Picos de Europa... Son montañas bellas. Luego, tiene que ofrecer algo de dificultad. Que esté a la altura de nuestro momento técnico y físico. Nosotros tenemos experiencia, seguimos bien físicamente y tenemos hambre. Técnicamente somos mejores con los años, así que buscamos retos potentes. Y por último, que sea fácil de comunicar. Somos profesionales y el proyecto tiene que poder contarse, que la gente entienda su valor, que inspire.

—¿Cómo se cuidan? ¿Siguen alguna dieta o entrenamiento estricto?

—Somos el ejército de Pancho Villa. Con tanto viaje es imposible tener una rutina rígida. Nos entrenamos, pero a nuestra manera, sin entrenador. En cuanto a dieta, lo mismo: comemos lo que podemos y cuando podemos. No seguimos los métodos actuales de entrenamiento planificado. Probablemente perdemos algo por eso. Igual a nosotros nos vendría bien más control, pero nuestra carrera es larga. Tenemos 51 y 48 años. Escalamos desde niños. Esto es una carrera de fondo. Y también hay que disfrutar. Si salimos a cenar con amigos y hay que tomar tres cervezas, las tomamos. Si hay que comer un entrecot, se come. La vida es corta y hay que pasarlo bien. No todo es sufrir. Esa mentalidad del 'sufrir, sufrir' no va con nosotros.

«Significa inventarte una montaña cada año, buscar valles desconocidos y abrir rutas donde no ha estado nadie. Es un trabajo duro, pero deja un legado»

—¿Y el boom actual de la escalada?

—En las ciudades, el crecimiento ha sido enorme. Los rocódromos han multiplicado el número de practicantes por mil. Antes era un nicho pequeño, ahora es masivo. Es positivo porque da a conocer la escalada, pero solo un 5% de quienes van al rocódromo salen luego a la roca. Siendo egoísta, está bien que no haya tanta gente en el monte. Si no, pasaría como en el Everest y su masificación. La montaña es peligrosa, y hay que coordinar esa afluencia. El subir como sea no forma parte de nuestra filosofía. Lo importante es el camino, no solo la cumbre. Muchos pagan 40.000 o 50.000 euros para subir un ochomil con ocho sherpas. Ese no es nuestro estilo. Nosotros somos pioneros. Si hacemos recuento llevamos cerca de cien vías abiertas en todo el mundo. Significa inventarte una montaña cada año, buscar valles desconocidos y abrir rutas donde no ha estado nadie. Es un trabajo duro, pero deja un legado. Cuando seamos mayores miraremos atrás y diremos: «qué bonita vida».

—¿Cómo encuentran esos lugares?

—Si buscas en internet y no aparece nada, es una buena señal: no ha ido nadie. Si aparece mucha información, lo descartamos. Muchas veces encontramos lugares por fotos en redes o en bases de datos científicas. Vemos montañas detrás de gente cazando o viajando en moto de nieve, ubicamos el valle y preparamos la expedición. En el Ártico hicimos así una ruta. Es un trabajo logístico inmenso. No es solo coger una mochila y ver qué pasa.

—¿Cómo es la relación entre hermanos cuando están en tensión?

—Discutimos rápido, muchas veces por tonterías, pero lo resolvemos enseguida. Nos conocemos demasiado bien. Sabemos los puntos fuertes y débiles del otro. Eso ayuda a repartir tareas sin hablar. Llevamos más de veinte años escalando juntos. No hay competencia ni ego. Compartimos liderazgo y objetivos. La unión es fuerte. Cuando hay buen 'feeling', todo fluye.

«Lo peor es cuando no llevas hamaca y te toca dormir sentado, apoyado en una repisa mínima. Pasas la noche deseando que amanezca. No descansas, solo sobrevives»

—¿El sitio más raro en el que han dormido?

—Hemos dormido muchas veces en hamacas colgados de paredes, pero lo peor es cuando no llevas hamaca y te toca dormir sentado, apoyado en una repisa mínima. Pasas la noche deseando que amanezca. No descansas, solo sobrevives.

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