Tres días en Pekín
PASAJES DEL XXI
El escritor se adentra en una urbe oceánica, con más de veinte millones de habitantes y seis anillos de circunvalación
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Pekín
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Iniciar sesiónDe todas las relaciones que entabla la modernidad sobresale su vínculación con la antigüedad
Walter BENJAMIN, 'Libro de los Pasajes'
En un prefacio al Tongdian, la monumental enciclopedia de historia de China concluida en el año 801 de nuestra era por el aristócrata y ... erudito Du You, se resume así el pensamiento del autor: «Para el hombre superior realizarse consiste en ordenar el Estado, ordenar el Estado consiste en lograr cosas, lograr cosas consiste en aprender del pasado, y aprender del pasado consiste en adaptarse a los tiempos«. Estas palabras, leídas poco antes del viaje en la espléndida e instructiva 'Historia de China' de la sinóloga estadounidense Patricia Buckley Ebrey, acompañan en todo momento al viajero que visita por primera vez Pekín. Cuatro siglos después de Du You, los emperadores mongoles fijaron allí su capital: en el norte —eso significa Beijing— del país que se conocía a sí mismo con el nombre de »Todo bajo el Cielo«.
Como otros muchos intelectuales chinos, Du You invocaba la tradición confuciana, pero con un sentido pragmático en el que se advierte una síntesis de dos de las corrientes antiguas de pensamiento en China: el confucianismo original, desarrollado entre los siglos VI y III a. C por Confucio y sus discípulos Mencio y Xunzi, y que cifra en la virtud del gobernante el cimiento del gobierno; y el legalismo, formulado entre los siglos IV y III a. C por consejeros políticos que apostaban más, anota Buckley, por instituciones eficaces que por la excelencia individual. Más de dos mil años después, y tras una historia tan dilatada como convulsa, estas viejas ideas permean la China del siglo XXI.
Se lee en las Analectas, la recopilación del pensamiento del maestro Confucio: «El caballero no se siente mal cuando la gente no reconoce su valía, sino cuando sus capacidades no bastan para la tarea». Otra filosofía, por cierto, que pervive en la China de hoy. Tres días son pocos, por lo general, para conocer una ciudad, pero ante una urbe oceánica como Pekín —con más de veinte millones de habitantes y seis anillos de circunvalación, el sexto con un diámetro de cincuenta kilómetros—, lo primero que uno debe aceptar es que será incapaz de abarcarla y resignarse a una cata que permita llevarse algún recuerdo significativo.
Dos gigantes del turismo
No hay nada, cuando el tiempo y las condiciones aprietan, como contar con unos buenos anfitriones. Gracias al personal del Instituto Cervantes de Pekín, y en especial a la desenvoltura para allanar cualquier obstáculo de Nan, una joven y resolutiva empleada autóctona, conseguimos entradas —limitadas y muy disputadas— para visitar tanto la Ciudad Prohibida como el Templo del Cielo, posiblemente las dos atracciones turísticas más destacadas de la ciudad. En el recinto amurallado de la primera, rodeado además por un ancho canal, impresiona la hermética magnificencia de que se revestían los antiguos amos de China. En un pasaje del Tao te King, de Lao zi, fundador de la otra gran escuela tradicional del pensamiento chino, se lee: «Del rey más eminente los súbditos sólo conocen la existencia».
De ahí los recintos sucesivos, de dimensiones apabullantes, hasta llegar al recóndito lugar de recogimiento del emperador: la Sala de la Paz Imperial. Un templo taoísta, justamente, para uso y disfrute de los soberanos de la dinastía Ming. En el sofocante mediodía de verano en que tiene lugar la visita, se apelotona en los jardines un enjambre de turistas casi exclusivamente chinos. En esos días de agosto de 2023, el país acaba de reabrir sus fronteras y los extranjeros brillan por su ausencia. La mayoría son gente que viene de las provincias, y que observa embobada los recovecos del espacio de vida de los dueños del Imperio.
No menos impresionante, y no menos concurrido, se ve el Templo del Cielo, en el enorme parque Tiantan Gongyuan, al sur de la Ciudad Prohibida. El complejo de edificios coronado en lo alto del promontorio por un elegante y delicado templo circular servía a los emperadores de las dinastías Ming y Qing para dar gracias por las cosechas. Los edificios son de veras hermosos, pero resulta misión imposible sacar de ellos una fotografía que no ocupe en primer plano la muchedumbre, siempre bullente y densa. Para alcanzar alguna paz es más aconsejable perderse en el parque hasta llegar al Pabellón de la Longevidad, compuesto por dos edificios de planta circular entrelazados desde los que parten unas agradables galerías exquisitamente decoradas.
Construido en 1741 por el emperador Hongli Qianlong para su madre, no estaba originalmente en estos jardines, a donde se trasladó en 1975. Su forma, que recuerda a dos melocotones, se vincula a la idea de armonía, simbolizada en la tradición china por el melocotonero y sus flores. «Los pétalos del melocotonero/ flotan en la corriente/ hacia otros cielos y tierras/ que los que acogen a los mortales», se lee en un poema de Li Po —o Li Bai—, el gran poeta de la dinastía Tang, una época en que el arte lírico floreció a tal extremo que en el jinshi, la prueba para escoger más selectos funcionarios, se evaluaba la composición poética. Quién lo diría, a la vista del pragmatismo chino actual.
Si uno quiere buscar las huellas del pasado más reciente, el del Pekín inmediatamente anterior a esta ciudad irrefrenable del siglo XXI, es obligada una excursión por los hutong, las calles tradicionales de construcciones bajas con patio interior que ya sólo subsisten en ciertos barrios del distrito central, como el que se extiende entre la Torre del Tambor y el lago Shichahai. Allí se respira una paz de otra época: apenas hay tráfico, los árboles aventajan en altura a los edificios, los hogares se asoman a la vía pública. En la parte que recorremos, solar en otro tiempo de antiguos palacios y viviendas de notables de la corte, viven hoy personajes ilustres, actores y otras figuras de la farándula local. También hay bares y restaurantes, cada vez más adaptados a los gustos occidentales, donde el ambiente no difiere del que puede respirarse en sus homólogos de cualquier barrio de la burguesía urbana en las ciudades de Europa o de Estados Unidos.
El bullicio de las zonas modernas
Sin embargo, es en los barrios nuevos, en sus gigantescas autopistas de circunvalación, siempre perfectamente señalizadas en chino y en inglés, donde se percibe la vehemencia con que China se arroja a replicar, diríase que a imitar —si no acechara a cada paso la sospecha de que el objetivo es sobrepasar— los logros de Occidente. Se ve en la parte trasera de los no pocos vehículos eléctricos de fabricación local en los que, en lugar de caracteres chinos, se lee como marca BUILD YOUR DREAMS —la cada vez más conocida entre nosotros como BYD—; en el tamaño de las avenidas y los edificios, levantados en los solares abiertos a costa del derribo de las construcciones tradicionales. Se nota, también, en la fiebre emprendedora de los chinos y las chinas, que tienen como motor principal de sus decisiones laborales el dinero que ganan, sin preocuparse de otras cuestiones como la estabilidad en el empleo, tan caras para el europeo común.
Al final de una de las jornadas, el viajero acude a cenar a una cervecería de nombre irónico: The Great Leap, lee en inglés sobre la fachada junto a los caracteres chinos. O lo que es lo mismo: El Gran Salto, nombre alusivo al Gran Salto Adelante de Mao. Allí, en el corazón del barrio de Dongzhimen, se reúnen a cenar grupos de jóvenes profesionales, hombres y mujeres, que ni en la indumentaria ni en la manera de actuar difieren de los jóvenes de ese mismo perfil que uno se tropezaría en Madrid. En la televisión gigante del local siguen el Clásico del fútbol chino: el partido entre el Beijing Gouan de Pekín y el Shenhua de Shanghái que se celebra a unos cientos de metros de allí, en el Estadio de los Trabajadores. Ganan los pequineses por 2 a 1 y la parroquia lo celebra con entusiasmo, pero sin estrépito.
China se arroja a replicar, diríase que a imitar —si no acechara a cada paso la sospecha de que el objetivo es sobrepasar— los logros de Occidente
En el paseo de regreso al hotel, en la calle Chunxiu, una mujer en la treintena que está sentada en un banco le dirige al viajero, con discreción, una invitación en inglés de inequívoco sentido. Tiene un aspecto corriente y no parece inmutarse por el poco éxito de su tentativa: es una zona de hoteles, quizá con el próximo forastero haya más suerte. Otra variante del capitalismo que sorprende, en una ciudad donde casi resulta imposible ver a alguien haciendo algo al margen de la ley. La seguridad con la que uno pasea por las calles oscuras y desiertas es absoluta.
China vio pisoteada su soberanía en el siglo XIX. Las tropas extranjeras violaron el recinto de la Ciudad Prohibida y la lección no la olvida la China de hoy. Pueden copiarnos aquí y allá, pero se remiten a su pensamiento milenario: lograr cosas es aprender del pasado; aprender del pasado es adaptarse a los tiempos.
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