El mejor torero de la historia

Recuerdo oírle decir que no se torea como es, sino como se quiere llegar a ser. Lo dijo con humildad, como si le pesara, pero esa frase es un tratado

La mañana en que fuimos eternos, por Chapu Apaolaza

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Morante sale a hombros de Las Ventas Tania sieira

Morante no se retira: se inmortaliza. Los que nos retiramos somos los que cosimos el corazón a su capote y unimos nuestro destino a su muleta en tardes de bronca e incomprensión, de soledad y de estatua, de vida y de muerte. Y de ... vino y de tabaco, y los éxitos formidables y los fracasos descomunales. Llegó de La Puebla con el olor dulce de la marisma, ese olor denso a flores calientes y agua estancada, a jazmín de sombra, a río quieto. Y se va con el olor a lana del otoño de Madrid, con el perfil polvoriento de estatua barroca y el cansancio que les entra a los ángeles cuando ya no tienen a quién proteger.

Morante se ha convertido en bronce, en vencejo, en un sueño que ya empiezo a dudar que fuera cierto. Lo veo aún en la boca de riego de Las Ventas, con el alma rota y la coleta en la mano, mirándonos como se mira a quien se ha amado. Se va, pero quizá ya se había marchado. Nosotros no lo sabíamos, pero él sí. La retirada había empezado hacía tiempo, cuando entendió que el arte no se da sin aislamiento y que, para seguir siendo Morante, tenía que empezar a dejar de ser José Antonio. Aunque, aun así, se seguía condenando cada tarde al arte, vía soledad, como una herropea. Porque su arte es una forma de aislamiento voluntario, una manera de desaparecer para poder aparecer de otra forma. Sin fatalidad no hay vida, sin oscuridad no hay belleza, sin muñecas rotas de tragedia esto sería solo un juego. Y Morante vivió como un exiliado de sí mismo, como un hombre que se despide para encontrarse en su retina, pero, por una vez, desde dentro. Se ha ido el Maestro y somos solo niños huérfanos.

Recuerdo oírle decir que no se torea como es, sino como se quiere llegar a ser. Lo dijo con humildad, como si le pesara, pero esa frase es un tratado. Porque, así visto, el que toreaba no era el hombre, sino su ideal, su yo deseado, la figura mental que lo guiaba y que solo se convertía en verdad mientras duraba la faena. Pero sucede que las faenas acaban y la vida no. Por eso, su manera de estar delante del toro y del mundo nunca respondió a la lógica de la modernidad. Él bajaba la mano -no soporto empezar a hablar en pasado- como quien esculpe un endecasílabo. Daba un pase, se echaba atrás seis pasos, se colocaba, volvía a mirar a los lados, y lo intentaba otra vez, como si cada muletazo fuese el primero o el último. Como si Dios le dictara las órdenes sin gramática ni compás. Sí, hubo en su arte un castigo. Y hubo, también, una imposibilidad: la de vivir para gustar. Porque torear —vivir— para los demás no es más que una forma de esclavitud. Y si eso sucede, cada aplauso es un grillete. Por eso, supongo, ha tenido que decir adiós. Porque su arte no está para complacer, sino para revelarse. Como decía Lorca: el duende no llega si no ve posibilidad de muerte. Y en Morante la muerte siempre estuvo presente, incluso en los días más luminosos. En sus ojeras. En el temblor de su barbilla atravesándole el pecho. En el silencio que lo rodeaba cuando la plaza gritaba su nombre.

Lo hemos visto deprimido, ido, ausente. Y lo hemos visto triunfal, abriéndose las entrañas para dejarnos pasar. En ambas ocasiones lo hemos juzgado sin entender que cada tarde se jugaba por completo. No se va hoy un torero: se va el hombre que todos intentamos ser. Y, por eso, su retirada no puede entenderse en términos ordinarios. Se va el mejor torero de todos los tiempos. Y no se va porque ya no tenga nada que decir sino porque ya lo ha dicho todo.

Se ha ido el Maestro y en Madrid nevó en octubre. Que nadie venga a decirnos que esto fue solo toreo. Que no digan que solo fue un tipo con coleta y un capote. Morante ha sido el espejo donde muchos hemos aprendido a mirarnos sin piedad para poder conservar la humildad -y la arrogancia- de seguir siendo nosotros mismos. Yo toreé contigo, José Antonio. Y torearé cada día, en cada bronca, en cada aplauso. Porque ya no eres solo un torero. Ni siquiera una persona. Quizá una ética, una estética, un evangelio.

Ahora seguiremos el camino solos. Pero seguiremos toreando contigo, en paralelo; trazando verónicas superpuestas, clavando el mentón al pecho y bajando las manos a la vida. Lo dijo mejor Antonio Gala: «Para ser tan feliz como yo he sido, besa la espina, tiembla ante la rosa, bendice con el labio malherido, juégate entero contra cualquier cosa. Yo entero me jugué. Ya me he perdido. Mira si mi venganza es generosa».

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