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Festival por Antoñete: La mañana en que fuimos eternos
Hay tardes de toros como esta que explican todas las demás
Trece años
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Iniciar sesiónEstarían dando las once y media –por el anillo ciclista aún corrían por ahí los runners a cinco minutos el kilómetro–, cuando entrábamos en Las Ventas dándonos el aire levísimo de la mañana y los buenos días, como correspondía por la hora. La plaza parecía ... la misma, pero distinta, con una luz más límpida, más clara, con unas nubes lejanísimas sobre las antenas y esos tejados de canción de Sabina, unas nubes de nostalgia y por supuesto de humo de cigarro de Chenel.
Fuimos al festival benéfico e histórico en memoria de Antoñete e hicieron el paseíllo Curro Vázquez, Frascuelo y Rincón, Ponce y Hermoso, Morante, Olga Casado, y todas las cosas estaban relacionadas en un continuo entre el pasado y un presente futuro con chavales con chaqueta cruzada que hablaban de oídas de los toreros que tenían delante. Y Nacho, de 10 años, en pantalón cortito un poco como todos nosotros, avisaba: «Viene Curro», como si vinieran los Reyes Magos, y éramos todos niños, que es algo muy parecido a ser viejos.
Con Curro Vázquez, que sigue andando a los toros como Curro Vázquez, se aparecieron tantas cosas en un fogonazo, y toreó como siempre, que es un poco torear como nunca, y a la primera media verónica meciendo al toro se nos abrió en el corazón un espacio extraño y amplio como la plaza de Manuel Becerra. Allí cabían las tardes de toros por la tele en el salón de casa con la merienda, mamá lloraba en el sofá cuando Curro le dio distancias al cuarto de la tarde, lo citó desde los medios y Antoñete, por la tele, le jaleaba, ronco y lacónico: «Mi gallo…». Cabían esa y otras cosas en un continuo de torería, de temple, de ausencias, también que a veces concita la fiesta de los toros.
César Rincón era César Rincón con ese muslo saliendo al encuentro de la muerte que a veces se lanza en inercias terribles. De nuevo, Rincón ganando la batalla a Bastonito y a todos los demonios del mundo, derrotando al mal en la Tierra. Morante toreaba al fantasma del toro blanco de Osborne de aquella faena de Antoñete en un recuerdo fractal. Horas después, el de la Puebla se arrancaría la coleta y nos secaría el corazón. Nachito contaba que aquello que había visto era «algo distinto», y le dijeron, como el Búfalo a aquel chaval viendo torear a Juncal: «¡Niño, a ver si te enteras de lo que estás viendo, porque lo que estás viendo no lo vas a ver en tu puñetera vida!».
Hay tardes de toros como esta que explican todas las demás. Como si la vida de aficionado de uno, que es la vida de uno al fin y al cabo, hubiera pasado en dos horas y media. Dicen que cuando entra uno en el cielo recupera las cosas que había perdido y eso fue exactamente lo que pasó cuando Curro Vázquez se adornó con la muleta y puso el tiempo boca abajo. A Madrid se le metió algo en el ojo cuando se reencontró con sus toreros y su plaza de toros en cuerpo perfectamente glorioso, adornado con las guirnaldas de la memoria, y todo fue, eternamente, ahora.
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