Tres pares de gemelos, un joyero, un exorcista y un condenado a muerte
El Festival de Teatro Clásico de Mérida presenta una nueva producción de 'La comedia de los errores', de Shakespeare, con dirección de Andrés Lima
A Mérida le sienta bien la risa
Una escena de 'La comedia de los errores'
Es fácil predecir que poner en pie una nueva producción de 'La comedia de los errores' y dejarla en manos de Andrés Lima no ha sido precisamente un error. Hay muchas pistas que facilitan esta conclusión; especialmente ver la reacción del público del ... Teatro Romano de Mérida (3.100 personas, cosa seria) la noche del estreno. Apenas tardaron un par de segundos en ponerse todos de pie (o casi todos, es imposible estar seguro) después de que el oscuro final señalara la conclusión de la función. Antes ya habían dado señales de que lo estaban pasando bien, muy bien incluso, con esta historia de enredos casi vodevilescos que escribió William Shakespeare entre 1591 y 1592, basándose en la que Plauto, uno de los grandes autores latinos, imaginara en torno al año 200 a. C. (lustro más, lustro menos).
Ya se sabe que el público es soberano (y siempre tiene razón, aunque no la tenga). El de la noche del viernes, además, era muy numeroso y abarrotaba las gradas de ese mágico espacio. Tal vez iban predispuestos a pasárselo bien, porque rieron y aplaudieron incluso la entrada en el escenario de los actores, pero estos -con la inestimable ayuda del director, Andrés Lima, y de su equipo, pusieron todo de su parte para no defraudar sus expectativas.
'La comedia de los errores' cuenta la historia de dos hermanos gemelos (llamados los dos Antífolo, uno de Éfeso y otro de Siracusa) que son asistidos respectivamente, como criados, por otros dos gemelos (Dromio de Éfeso y Dromio de Siracusa). Un naufragio sufrido años atrás por sus padres separó a los gemelos (y también a sus progenitores y a sus criados), por lo que no se conocen. Pero el gemelo de Siracusa decide buscar a su hermano y su viaje le lleva a Éfeso. La coincidencia en esta ciudad de los dos pares de gemelos idénticos desencadena una cadena de confusiones y de equivocaciones que le confieren a la función su carácter hilarante. Por entremedias, un joyero, un padre sentenciado a muerte, una abadesa, mil dracmas, un duque, la esposa de uno de los gemelos, su hermana, un exorcjsista y un verdugo. Todo contribuye a embarullar la ya de por sí embrollada trama de esta función con tintes vodevilescos.
Con la ayuda de Albert Boronat, autor de una versión libérrima pero que probablemente hubiera hecho reír a William Shakespeare, Andrés Lima ha creado un espectáculo tan gamberro como efectivo, tan apabullante como disparatado, tan ingenioso como desvergonzado, con un ritmo infernal -salvo un par de parlamentos morosos, que no deslucen sin embargo el conjunto-. Ha logrado además la complicidad de seis magníficos intérpretes que, lejos de odiarlo por lo que les obliga a hacer dentro y fuera de la escena, parecen estarle muy agradecidos, a tenor de sus palabras tras el estreno. Son Pepón Nieto (productor además del espectáculo), Antonio Pagudo, Fernando Soto, Rulo Pardo, Avelino Piedad y Esteban Garrido; todos hombres, según la costumbre del teatro isabelino. Y todos exigidos por Lima, que los hace bailar, correr, encarnar a distintos personajes, modular diversas voces o incluso tocar el piano, en un trabajo que se antoja agotador, pero al tiempo muy reconfortante. Se les nota que se lo pasan muy bien con esta travesura.
Un chill-out ibicenco es el centro de operaciones de la función -es una lástima que las escenografías en Mérida, en general, se piensen para la gira posterior de los espectáculos y no integren y aprovechen el monumental 'frons scaenae'-; en él tiene cabida desde el sirtaki de 'Zorba el griego' que compuso Mikis Theodorakis hasta los singulares trajes de los 'ezvones' (regimientos de batallones de élite de la infantería ligera del ejército griego). La función es por momentos un caos, o al menos así se le presenta al público... Pero no hay que engañarse; Lima lleva el metrónomo con precisión de relojero. Sabe jugar con el público y manejarlo; cierto es que éste se entrega desde que se encienden las luces del escenario y entra sin reservas en el juego que le plantea la función, pero además sus actores logran con los espectadores una complicidad extraordinaria, que convierte la función en un juego atractivo, frenético y guasón, salpicado de detalles -como la irrupción del exorcista o la obligada participación en escena del regidor-, al que solo se puede reprochar que su aceleración y la repetición de personajes por parte de los seis actores provoque puntuales pérdidas del hilo de las tramas.