Sostres en su primera vez: La tarta de fresa de Mrs. Green

Un verano perdido

«Yo continuaba siendo un inepto de 14, inocente es decir poco; y fiel a las enseñanzas de mi abuela»

Lee otros veranos perdidos de Sostres

La localidad ingledsa de Folkestone ABC

Nos mandaron a Folkestone, a unos campamentos a aprender inglés. En Barcelona éramos muy amigos. Sin más, pero muy amigos. Era 1989, 14 años, las últimas tres semanas de julio. Es verdad que yo ya escribía pero era mucho más un niño que un hombre. ... Y ella con mi misma edad hacía tiempo que corría hacia su mujer pero yo en Barcelona no lo supe ver. Y llegamos al colegio y nos distribuyeron en familias –la señora Green se ocupó de mí– y a primera hora de la tarde organizaron un paseo para que todos nos conociéramos: y yo enseguida me hice con unos de Barcelona y de Madrid y hablamos de fútbol; y Coralie, que se llamaba así porque su madre era francesa, empezó a tontear con un holandés muy rubio con el que se lió aquella misma noche en la discoteca de bienvenida. Y yo la miraba y pensaba: «todo este tiempo, dónde has estado», sin saber muy bien si me refería a ella o a mí.

Coralie me pedía que la acompañara a todas partes, y la veía enrollarse con un chico y con otro, y yo estaba demasiado en shock para ni siquiera relacionarme con mi calentura. Pero a pesar de su ajetreo se hizo cargo de mí, y para ayudarme me puso a su reciente amiga la Tota, me la puso, o sea, le dijo: «Tota, por favor, espabila a mi primo», y la Tota, de Verona, que era más gorda y basta que Coralie, pero tan abierta a las eventualidades como ella, se puso enseguida a la faena.

Yo continuaba siendo un inepto de 14, inocente es decir poco; y fiel a las enseñanzas de mi abuela, y porque Mrs. Green hacía una tarta de mermelada de fresa muy buena, le pregunté si podíamos invitar a la Tota a merendar.

La Tota llegó –tenía 14 como yo, pero parecía de otra galaxia– vestida muy corta, y nos sentamos en el salón, y yo estaba muy nervioso, y sólo hablaba la anfitriona, y la Tota me miraba exagerando al chupar la cuchara, y Mrs. Green, que esperaba algo distinto pero me quería mucho, se fue a la cocina y me llamó y me dijo:

-'It seems to me', Sal, que esta Tota no quiere merendar. Yo me marcho. Volveré a las ocho.

De vuelta a la sala, de pie y sin saber qué hacer, como el que se pone a rezar antes de que lo maten, lo que se me ocurrió cuando vi que la Tota se levantaba del sofá y venía hacia mí, fue recitar en voz muy baja la alineación del Barça. Pero con Urruti en lugar de Zubi, por si mi portero talismán podía ayudarme.

No tardé en entender que la Tota no sería el amor de mi vida, pero siempre le estaré agradecido porque al idiota que yo era, aquella tarde le enseñó de todo un poco y en especial un truco, demasiado guarro para ponerme explícito, que efectivamente acaba a las chicas cuando todo está a punto pero se nos resiste el gemido. Estuvo bien, sí. Pero era la típica chica que incluso mientras te lo hace y te place, te desanima pensar que no podrás luego presumir mucho con los amigos, porque hay algo demasiado entregado, y demasiadas veces, que en la conversación del recuento no te va a dar ningún prestigio.

Lo de Coralie con sus ligues me continuaba trastornando, pero dejé para el regreso a Barcelona pensar si me gustaba, y aunque repetí algunas veces con la Tota, y una en la parte trasera de una atracción de feria que tuvo su especial morbo, me enamoré de Silvia, una madrileña preciosa, dos años mayor que yo, preciosa y dulce y que me trataba mitad como a un macho, mitad como a un niño, que es lo que los hombres, por mucho que nos hagamos los listos, queremos y necesitamos. Silvia fue mi primer gran amor, intenso y breve como un verano. Icono de mi vida, símbolo, retablo. Me costó días –casi ya no nos quedaron– el primer beso, pero con el primer beso vino todo, y aunque no está bien que lo diga yo, salí de aquella justa tan airoso, y se abrazó tanto a mí como emocionada por lo que acababa de sentir, que de regreso a casa pasé por donde la Tota para darle las gracias. No sólo no estuvo contenta sino que se puso a llorar. Otra enseñanza fundamental que de ella aprendí: no hables jamás de una mujer a otra.

En cuanto a Coralie, en Barcelona nos medio liamos pero enseguida lo dejamos porque vimos que no tenía ningún sentido. Continuamos siendo amigos. Hay cosas que están bien como están, madres inglesas que hacen tartas buenísimas y te quieren como a un hijo aunque sólo sean veinte días, y amores menores que nos ayudan a comprender el a veces, sólo a veces, gran amor.

Artículo solo para suscriptores
Tu suscripción al mejor periodismo
Anual
Un año por 15€
110€ 15€ Después de 1 año, 110€/año
Mensual
5 meses por 1€/mes
10'99€ 1€ Después de 5 meses, 10,99€/mes

Renovación a precio de tarifa vigente | Cancela cuando quieras

Sobre el autor Salvador Sostres

Escritor. La Vanguardia, Avui, Factual y El Mundo. Ahora colabora en ABC.

Ver comentarios