Carlos I el Empecinado
Saura tuvo ojo de fotógrafo y alma de pintor. Aburrido tantas veces de sí mismo para poder hacer distinto lo igual, se reinventó tanto como pudo y cuantas veces quiso, de tablado en tablero y de bardo en verso, de óleo en ola y de ritmo en razón
Muere Carlos Saura, el director que rompió las fronteras del cine español
Carlos Saura, con uno de los 'protagonistas' de la obra 'El coronel no tiene quien le escriba'
No es Aragón tierra de plumas, sabe Dios por qué. Si en Galicia, verbigracia, florece la prosa en indecente plétora —tal vez por la humedad, tal vez por la sombra, tal vez por las montañas viejas—, en Aragón abundan los doctores y los tratadistas. Los ... profesores. Los que fijan y asientan el mundo, aunque lo dejen a la vez girar. No es Aragón, pues, país de letras, salvo para definirlas y ordenarlas, quizá por su desierto, a salvo de toda imaginación, o fuente de ella. Porque si de imágenes se trata, de Goya acá, Aragón es otra cosa, una cosa diferente y superior, y su relación con el cine —que es el nombre que recibe la imagen cuando no sabe estarse quieta—, que nació o casi con el turolense Segundo de Chomón, excede lo explicable, aunque un aragonés todo lo explique, ya sea en una enciclopedia o en una apuesta de bar. ¿No es Buñuel uno de diez titanes, acaso cinco, de esta arte prohibitiva —y, por tanto, industria— a la que supo recordar su irracionalidad? Aragón es polvo de tambores, que son el sol hecho sonido. Es tierra de sed. Es rastro de tesoros rojos y verdes en las riberas ocres. Y de cielos que se confunden con el suelo, aunque una línea recta los separe. De Aragón fue Florián Rey, rey del mudo (sin ene) y príncipe ulterior. El multiforme José María Forqué. De Aragón fue José Luis Borau, minucioso y exacto. Y de Aragón, el más aragonés de todos, que ha muerto a los noventa y uno para vivir cuanto le dé la gana, echado al mundo en Huesca, a orillas del Isuela, con mirada y aspecto de águila, íbero y romano a la vez.
Carlos Saura tuvo ojo de fotógrafo y alma de pintor. De entomólogo en su primera obra, tan intelectual y analítica, también visceral, empeñado en ser simbolista para desnudarse a sí mismo desnudando a una generación. Son los años de Querejeta, cuando se descubren el uno al otro y Europa, de Berlín a Cannes, los descubre a los dos. Los años de los afectos reprimidos y el deseo de transformación, que Saura atrapa con su lente obstinada y su lucidez de profesor. Los años de hacerle caños a la censura. Los años de 'la Chaplina', que es como llamaban en Calanda a Geraldine. Llega la Transición —si no es todo transición siempre—, que, aunque no llega por él, llega a su lado, para abrir un horizonte tan especulativo como el anterior, el último —o penúltimo— con Querejeta, trufado también de psicoanálisis y escrúpulo kubrickiano, de alegoría seca en alegoría seca y de festival en festival. Alguien hablará algún día de 'Elisa, vida mía', de su fusión de lenguajes, voces, tiempos, separados y a la vez sincrónicos, bajo la mirada justa de quien supo ser soñador y estudioso de los sueños al tiempo, cansado, se diría, de pensar el mundo, listo para sentirlo de nuevo como si sólo los olores importaran. Los tañidos. El color.
Así que se cae Saura, tozudo renovado, en el flamenco, salta de Querejeta a Emiliano Piedra, de la élite dizque legitimadora al cine popular. Se pierde primero en el compás (en su misterio) y convierte después el cine quinqui en crónica de cineasta inglés. Todo lo prueba. Aburrido tantas veces de sí mismo para poder hacer distinto lo igual, atento al mundo, vital siempre, sereno, alerta, se reinventa tanto como puede cuantas veces quiere, de tablado en tablero y de bardo en verso, de óleo en ola y de ritmo en razón, unido por fin —y hasta el fin— a Eulalia (Lali) y Anna, madre e hija, amores y musas, a las que congeló con ese ojo de cristal que no se descolgaba, y a Storaro, su nuevo hermano pequeño, pintor, como él, de ideas, y escritor, como él, de luz, para inventar juntos una paleta nueva que sólo cabe en lienzos grandes y marcos bien forjados, pintura viva que convierte cada estudio en merodeo y cada merodeo en homenaje —cuando quiere y cuando no, cuando él los elige a ellos y cuando ellos lo eligen a él— a sus maestros Goya y Buñuel, tan hijos del desierto como Saura, tan obcecados, tan conocedores como él de los sigilos de un mundo que no siempre se oye pero que siempre suena, que no siempre se ve pero que siempre está. Encuentre Carlos I su Dorado. Encuentre el Empecinado su mesa del rey Salomón.